jueves, 10 de enero de 2013

Testimonio vocacional del Padre Juan Jesús Riveros Lizama



El octavo don del Espíritu Santo

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P. Juan Jesús Riveros Lizama L.C.
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Nunca he estado solo…
Capítulo 1: La niñez

Intentar narrar el camino por el que Dios me ha querido llevar a lo largo de estos años es una tarea difícil. Sobre todo porque omitiré, sin quererlo, el nombre de tantas personas que de alguna forma me han ayudado en el camino hacia el sacerdocio… que en definitiva es mi camino hasta Dios.

Nací en Valparaíso, Chile, el 3 de abril de 1980, jueves santo, según me han dicho. Ese es el motivo por el cuál mi papá escogió el nombre que llevo. Crecí en la ciudad de Antofagasta, al norte de Chile. Los primeros recuerdos son de personas amigas, de varios tíos y tías*. No puedo dejar de mencionar a la tía “Mila” y a su hija Carolina, a quien considero mi hermana mayor. 

Ellas me enseñaron a creer en los sueños, a vivir con alegría la vida; a saber encontrar lo bueno de cada día, no importa los sufrimientos físicos que se padezcan. 

En Antofagasta nació mi hermano Francisco; junto con mi hermana, María José, formamos el trío que hicimos aumentar las canas de mi mamá.

En Antofagasta estudié en varios colegios. 

El kínder lo hice en el Sunflower School, el primero básico en el Kid’s School, y el resto de los años de la enseñanza básica en el Colegio D-72 profesora Ljubica Domic Wuth. 

En este último colegio hice muchos amigos. 

Gracias a uno de ellos pude ingresar al movimiento Legión de María: rondaba los 7 años y necesitaba inscribirme al catecismo para hacer la primera comunión. 

Un día me encontré con él en la Catedral de Antofagasta (mi parroquia) y me dijo que comenzaba su catecismo y si quería participar también. 

Inmediatamente mi mamá me inscribió con la tía Juanita, quien en realidad daba catecismo y al mismo tiempo llevaba un grupo de niños de la Legión de María.

Junto a mi preparación para recibir la primera comunión, participaba en las reuniones de la Legión de María, con el rezo del rosario y de la Catena Legionis. Después de un año y medio, me invitaron a ayudar como acólito en la misa dominical. 

Al inicio sólo fue una aventura más, pero poco a poco fue cambiando mi manera de participar en la misa. 

No es que pudiera decir que no me distraía, inventábamos varios juegos con los dedos y otras distracciones del estilo, pero el hecho de estar cerca de Cristo y de los sacerdotes, fue cambiando mi manera de participar en la Iglesia. 

Recuerdo con mucho cariño al P. Eloy Parra, quien me dio la primera comunión, así como al Card. Carlos Oviedo Cavada (q.e.p.d) y a Mons. Ulises Aliaga quienes siempre me recibieron con los brazos abiertos a la hora de pedirles acolitar en sus misas.

Durante estos años surgió el primer brote del llamado de Dios en mi vida, pero aún no estaba preparado. Un día, pensando en mi futuro, me pregunté si no podía ser 

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como los sacerdotes o los obispos de los cuales era amigo. Hablando con mis papás les planteé la propuesta: “Cuando sea grande, quiero ser sacerdote”. Mi  mamá me miró y me respondió: “Si quieres ser sacerdote, tienes que hacer tu cama todos los días, lustrarte los zapatos y no puedes tener novia”. Al final preferí no seguir el camino hacia el sacerdocio… todavía no estaba preparado.

Cuando me encontraba en séptimo básico (el año 1992), comenzaba a planear qué debería hacer con mi futuro. Era muy temprano para decidir, pero el siguiente año sería el último de enseñanza básica y debería escoger un Liceo al que ingresar para cursar la enseñanza media. 

En ese momento tenía dos sentimientos: por un lado quería ayudar a los demás, y por eso pensaba en estudiar medicina, y por otro lado tenía un miedo atroz a quedarme solo. La soledad me espantaba. 

Quería tener muchos amigos y amigas, tener una novia con la que casarme, quería que mis papás vivieran para siempre… en definitiva, tenía miedo a perder todo lo que había tenido cuando era pequeño. 

 Tenía miedo a crecer. Pero Dios sabe cómo guiarnos y enseñarnos el camino hacia Él…

El grupo de la Legión de María se desintegró por algunos meses, después que hicimos la primera comunión. 

Un año después recomenzó con nuevos miembros. Mientras antes sólo participábamos niños, ahora comenzaron a participar mamás, jóvenes, abuelitos. 

Era una especie de grupo heterogéneo en el que los jóvenes participaban por un lado y los mayores por otro. 

Participaba con entusiasmo, pero comenzaba a mirar hacia el grupo de jóvenes de la catedral. 


 En uno o dos años podría ingresar al grupo de la confirmación y luego al grupo de jóvenes. 

Quería conocer nuevos amigos y amigas, sobre todo jóvenes que compartieran el ideal de ayudar a los demás. 

Pero todo eso cambió con el nuevo año…

En febrero de 1993, mi papá cambió de trabajo y en menos de una semana dejamos Antofagasta y nos fuimos a vivir a Viña del Mar. 

Todos mis amigos y amigas se quedaron en Antofagasta y nunca he podido reencontrarlos. 

En ese momento se cerraba un capítulo en mi vida. 

Dejaba el capítulo de la niñez y comenzaba los primeros pasos hacia la adolescencia.

Capítulo 2: La vocación

Llegamos a Viña del Mar casi al límite de las matrículas para el último año del colegio. 

Por lo mismo me inscribí al colegio Dr. Óscar Marín Socías, donde terminé el último año de enseñanza básica. 

Cada vez que pienso en este momento de mi vida me admiro de los pasos de la providencia de Dios. 

Cuando llegué al colegio era un extraño. Las costumbres de Viña del Mar diferían bastante de las de Antofagasta. 

Aunque soy de carácter sociable, me costó mucho comprender a los otros compañeros. Pero poco a poco fui teniendo amigos muy buenos.

Seguía en pie el hecho de la inscripción al Liceo. 

En Viña del Mar no conocía ninguno. 

Mi mamá conocía un liceo parroquial llevado por unos sacerdotes. 

En seguida pensé que ese sería el lugar donde cursar la enseñanza media. 

Por otro lado, algunas de compañeras de mi curso (las que poseían mejores notas) hablaban de un Liceo llamado José Cortés Brown. 

A mí me interesó y fui a inscribirme también allí. No sabía, pero mi padrino Ernesto, había estudiado ahí. 

Lo primero fueron las pruebas de aptitud. 

En los dos liceos fui aceptado. 

En el liceo parroquial era necesaria una entrevista personal. 

Hablé con un profesor y al final prefirieron no aceptarme, porque me faltaba un poco de personalidad para hablar con los demás. Era un liceo muy exigente.

Seguía participando en la misa dominical y a veces iba a misa durante la semana. Pero nunca encontré un grupo de jóvenes al que participar. 

Comencé a ayudar con un grupo de acólitos, como animador. 

Además de ayudar las misas dominicales, teníamos paseos a algunos parques de Viña del Mar. 

Recuerdo que mi papá siempre aparecía para llevarnos unos chocolates. 

Él siempre tenía esos detalles de bondad con nosotros. 

Como yo era el más grande del grupo, cuando hacíamos guerras o batallas, intentaba siempre recibir los golpes que iban a otros. 

Así los demás no se hacían daño y nos divertíamos a lo grande.

El año 1994 comencé el curso en mi nuevo Liceo José Cortés Brown. 

Los cuatro años de liceo fueron un crecer como persona y como hombre. 

Tengo amigos que no he olvidado y que no olvidaré, aunque la distancia y el tiempo nos saquen algunas canas. 

Todo mi estudio se dirigía a la medicina. 

Sobre todo porque quería ayudar a los demás. 

Por esos años también participé en el EJE (Encuentro con Jesús en el Espíritu), una especie de retiro espiritual para jóvenes. 

Me ayudó muchísimo a comprender a los demás compañeros y a darme cuenta que muchas veces no nos damos cuenta de cuanto sufren los demás. 

 Quería participar en las reuniones semanales del grupo, pero por los compromisos que ya había asumido, era imposible participar en el grupo.

El año 1996, el Papa Juan Pablo II pidió hacer una oración especial ante el santísimo, el mes de junio, para pedir por las vocaciones. 

El tercer jueves de junio, de ese año, mientras rezaba por las vocaciones, me vino otra vez la pregunta: “¿Por qué no ser sacerdote?” 

El folleto con el que estaba rezando tenía una invitación: “¿Has pensado en ser sacerdote?, si lo has hecho envíanos este folleto con tus datos, a esta dirección…”.

Cuando leí esto me decidí que debería intentarlo, pero aquel folleto se quedó en mi cajón…

Las semanas pasaron y el folleto nunca lo envié. 

Esta vez no lo hablé con nadie y por lo mismo se me olvidó el asunto. 

Por ser el penúltimo año antes de la universidad, recibíamos varias visitas de universitarios que venían a describirnos sus respectivas carreras y el ambiente de estudio de su universidad. 

Durante el mes de agosto, el P. Juan Luis Cendejas vino a darnos una charla sobre la posibilidad del sacerdocio como una “carrera” más. 

 Recuerdo que nos narró su vocación, pero su vida no nos importaba tanto, lo que sí recordábamos era que nos hizo reír muchísimo. 

Al final ofreció un pequeño cuestionario preguntando si alguna vez habíamos pensado en ser sacerdotes. 

Yo respondí que sí, pero que no estaba haciendo nada al respecto. Luego preguntaba si quería participar en un grupo de jóvenes. 

Entonces sentí que se me presentaba la oportunidad de hacer lo mismo que en Antofagasta. 

 Puse que sí, y que me encantaría conocer otros jóvenes.

Un mes después el P. Juan Luis me entrevistó y me convidó a participar en un retiro vocacional. 

Al final no pude ir, porque habíamos formado un proyecto de mini empresa con algunos compañeros y debíamos vender los productos realizados. 

El mes de noviembre de aquel año (1996) recibí la confirmación. 

El obispo en la Homilía habló del “octavo don del Espíritu Santo”. 

Los que habíamos hecho bien el catecismo nos sorprendimos. 

En definitiva, él quería resaltar que a algunos de los jóvenes presentes Dios le había dado un don especial: la vocación a la vida consagrada. 

En ese momento me sorprendí, porque unas semanas antes había tenido la posibilidad de participar en un retiro vocacional, pero no había podido ir. 

Ahora volvía el asunto. Miré a dos de mis mejores amigos que me acompañaron en eso momento, y ellos en seguida captaron de qué se trataba. 

De hecho, a mis amigos fue a los primeros que les hablé del posible llamado al sacerdocio. 

Algunos dijeron que no me iba a poder casar. Otros que podría pensarlo mejor, pero al final todos concluyeron que si era eso lo que quería, que lo hiciera. 

La verdad es que fue un gran apoyo contar con amigos así.

Terminé el tercer año del Liceo planeando dónde estudiar medicina, con un paseo del curso al sur, y comencé el nuevo año con un retiro vocacional en el noviciado de Puente Alto, Santiago. 

Cuando entré en el centro de noviciado me llamó tanto la atención el silencio que reinaba en aquel lugar que me dije para dentro: “Quiero quedarme aquí”. De los retiros no recuerdo nada en particular. Simplemente la convivencia con los novicios y con los precandidatos era siempre alentadora.

El nuevo curso comenzó con una decisión firme por ingresar a la Legión. 

El problema surgió de donde menos me lo esperaba. Cuando le dije a mi papá que quería ser sacerdote, se encogió de hombros y me dijo: “Si quieres eso, está bien”. 

Cuando se lo dije a mi mamá, ella inmediatamente me dijo que no. 

Yo me quedé sorprendido, puesto que ella siempre fue muy religiosa y durante muchos años participaba en la misa diaria. 

Fueron necesarios varios meses y la ayuda de varios sacerdotes, entre ellos Mons. Jorge Bosagna, que la ayudaron a aceptar mi vocación.

Ese año me la pasé en retiros. 

Tres fines de semana al mes iba a uno. 

Algunas veces como animador, otras como participante. 

Se fue acercando el final del año y me fui decidiendo cada día más. 

Llegaba el mes de noviembre cuando el P. Francisco Carvajal, que era mi director espiritual, me comunicó que posiblemente tendría que hacer el noviciado en Brasil o en Colombia. A mí, más que asustarme, la idea me entusiasmó. 

A mis papás les asustó un poco, pero ya habían decidido darme todo su apoyo. 

Me fui despidiendo de mis amigos, de mis conocidos y por último, el 26 de diciembre de 1997 ingresé al candidatado.

Capítulo 3: Mi vida en la Legión

Después de dos meses en Santiago de Chile, conviviendo con otros padres y religiosos, entre los cuales no puedo dejar de mencionar al P. José Cárdenas y al P. Ignacio Jordán, los superiores de la casa donde vivía, así como al P. Francisco Carvajal y al P. Ignacio Cortés, que fueron los directores del candidatado, dejé mi país para comenzar el noviciado en Itú, Brasil.

Muchísimo podría decir de los dos años de noviciado. En realidad fue una experiencia de conocimiento de Cristo y de vivencia de familia que siempre ha caracterizado mi vida en la Legión. 

Hice mi primera profesión religiosa el 27 de febrero de 2000. Después ayudé en la gira vocacional durante algunos meses antes de partir, en septiembre, a iniciar mi periodo de estudio de humanidades clásicas en la ciudad de Salamanca, España.

En Salamanca maduré el sentido de mi consagración a Dios. 

Pasé por varios momentos de dificultad, que Dios permitió para que aprendiera a tenerlo sólo a Él. 

Desde esos años comprendí que sólo Dios puede dar sentido a la vida de un religioso y de un sacerdote. 

Aunque mi vida espiritual era una ebullición entre el tira y afloja de mi vida de cara a Dios, mi vida intelectual se desarrolló notablemente. 

Aprendí a apreciar las obras de arte, la literatura, las lenguas antiguas, etc. Los profesores me enseñaron a gustar la Historia y la Literatura.

El 16 de agosto de 2002 me embarqué en el autobús con destino a Roma, para comenzar mi periodo universitario de filosofía. 

Esta etapa la recuerdo como años de una inmensa paz en la vida espiritual y el crecimiento en mi amor por la familia legionaria. En diciembre de 2003 visité por primera vez Chile. 

 Reencontrarme con mis familiares y algunos amigos me ayudó a darme cuenta que a pesar de estar tan lejos, nunca habían dejado de quererme.

Después de terminar el bachil
ólico. 

Bachillerato en filosofía viajé a Porto Alegre, Brasil, para comenzar tres años de trabajo apostólico habría suficiente papel para agradecer a todas las personas que conocí. 

Tantas de ellas un verdadero ejemplo de vivencia de la fe y del amor a Dios. 

Recibí ejemplos maravillosos de sacerdotes y diáconos, así como de familias del movimiento Regnum Christi, del movimiento Neocatecumenal y del movimiento deSchoenstatt

 Estuve dos años trabajando con jóvenes y adolescentes en Río Grande do Sul. 

 El tercer año fui destinado a algunas ciudades del interior del estado de São Paulo (Jundiaí, Itu, Salto, Várzea Paulista, etc.). 

En estas ciudades hice verdaderos amigos con señores y jóvenes que nos ayudaban con los clubes de formación de adolescentes, así como conocí a señoras que entregaban su vida a Dios con miles de detalles tanto en el servicio de las parroquias como en la ayuda que nos prestaban en los campamentos y en los retiros. 

Sin ellas la cosa habría sido mucho más difícil.

Después de los tres años de trabajo apostólico regresé a Roma para continuar con la licencia en filosofía, que terminé el año 2009. 

Luego comencé la teología. 

Como un resumen podría decir que estos cinco años en Roma me han ayudado a madurar mucho más el sentido verdadero de mi vocación y de amor a la Legión. 

Tuve que compaginar estudios universitarios con trabajo en la Sede de la dirección general. 

Pude darme cuenta de las dificultades que pasan tantos jóvenes que juntan trabajo y estudio. 

Además, todo lo que fue sucediendo en la Legión no me podía dejar indiferente. 

Ver a tantos hermanos buenos irse me entristecía un poco. Pero al final de estos momentos de turbulencia pude hacer más genuino mi amor a Dios y a mi propia vocación sacerdotal en la Legión de Cristo. 

Aprendí que una familia debe permanecer unida incluso cuando las cosas no van bien. 

Aprendí a amar a la Legión incluso cuando muchos le dieran la espalda. 

Hay cosas que mejorar, es cierto, y ese reto es el que me estimula a seguir adelante porque sé que Dios es el que guía todas las cosas.

Ahora comienza un nuevo capítulo en mi vida. Un capítulo que está aún por escribir. Un capítulo que parece que será mucho más emocionante de lo vivido hasta ahora, porque ya no seré el mismo después de la ordenación. 

Desde ese momento será Cristo quien actúe en mí. 

Será Cristo quien viva en mí. 

Desde ese momento nunca podré estar solo…
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El P. Juan Jesús Riveros nació en Valparaíso, Chile, el 3 de abril de 1980. 

Sus papás son Juan Alberto Riveros Pérez y Gladys Isabel Lizama Hidalgo. 

Tiene dos hermanos. Terminó la enseñanza media en el Liceo José Cortés Brown. Ingresó al noviciado de la Legión de Cristo en Itu, Brasil, el 19 de marzo de 1998. 

Cursó los estudios de humanidades en Salamanca, España. 

Realizó el bachillerato y la licencia en filosofía en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum, en Roma. 

Durante tres años trabajó en la formación de jóvenes y adolescentes, en Porto Alegre, Ivoti, Canela, Gramado, Dois Irmãos, Santa Maria do Herval, Jundiaí, Itu, Salto, Várzea Paulista (Brasil). 

El año 2012 terminó el bachillerato en teología. Desde 2007 colabora con la secretaría general de la Legión de Cristo, en la Sede de la dirección general.

*Aquí utilizaré el término tías o tíos, para señalar amigos de mis papás que en realidad no tienen ningún parentesco familiar, pero que he preferido mantener el título porque los considero tales.

FECHA DE PUBLICACIÓN: 2012-12-03

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