lunes, 7 de enero de 2013

Testimonio vocacional del Padre Juan José Ramírez Muñoz



Las pruebas se convierten en luz

MÉXICO | RECURSOS | TESTIMONIOS
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P. Juan José Ramírez Muñoz
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FAMILIA

Uno de esos recuerdos que nunca se quiso borrar… No sé por qué.

Estaba en el seminario menor con 13 años.

Nos estaban leyendo a todos un libro de los testimonios de los legionarios de Cristo que se acababan de ordenar sacerdotes en el grande aniversario de 1994.

Hubo un testimonio de un padre que, paradójicamente, me llamó la atención porque decía que la historia de su vocación había sido muy simple: Dios había estado muy presente, pero no había nada de extraordinario o aparatoso en su llamado.

Y mientras escuchaba esa lectura, me dije con mucha convicción: “Pues a mí me pasó igual.

Cuando sea sacerdote y llegue a compartir mi testimonio, diré las mismas palabras: no hay nada espectacular en mi llamado, pero cada día de este camino ha sido una maravilla”.

Vengo de una familia católica que ha ido creciendo en su fe con el paso del tiempo.
Siempre he querido mucho a todos mis familiares, abuelos, tíos y primos y les agradezco mucho todo su apoyo y oraciones durante los 18 años de mi preparación al sacerdocio.

A mis papás María Josefina y José de Jesús y a mis hermanos Felipe, Aída y Santiago, un agradecimiento especial porque siempre han estado junto a mí y me han estimulado para ser muy generoso con Dios.

Nací en León Guanajuato, México, aunque las raíces de mi familia vienen de Jalisco.

Soy el mayor de 4 hijos.

Mi hermano Felipe nació a los once meses y medio después de mí.

Aunque fuimos muy distintos de temperamento, siempre estuvimos muy juntos en todas partes.

Mis siguientes dos hermanos nacieron  9 y 13 años después de mí. 

Desde muy pequeño perdí a tres de mis abuelos, pero Dios ha mantenido a mi abuelita Raquel en vida hasta ahora.

Le agradezco mucho a Dios el ambiente tan sano en el que crecí entre familiares y amigos.

¿VOCACIÓN?

Tengo muy buenos recuerdos de mi niñez.

Vivíamos en una granja que en aquella época estaba a las afueras de León.

Había de todo: palomas, chivos, caballos, vacas, cerdos, peces, guajolotes, perros, pavos reales, borregos y más.

Junto a mi casa había terrenos donde con los amigos jugábamos a cualquier cosa.

En la granja a veces improvisábamos una alberca, a veces un mini-campo de juego en el jardín.

A veces también le ayudábamos un poco a mi papá en los trabajos de la granja o acompañábamos a mis tíos y tías al rancho de mi abuelito.

¡Una niñez sensacional!

Los recuerdos de mi parroquia (dedicada a María, Madre de la Iglesia) son también muy buenos: una parroquia dinámica, en que veía la fe y la participación de la gente, que me preparó para los sacramentos, de la que recuerdo buenos ejemplos de mis párrocos.

Mi primaria la estudié en el Instituto Leonés, dirigido por 

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los Franciscanos, a quienes recuerdo con mucho aprecio.

Un buen día, a mediados de sexto grado de primaria, un sacerdote legionario de Cristo dio una charla en mi salón sobre los caminos que Dios ofrece al hombre.

Nos platicó cómo Dios llama también a la vocación sacerdotal.

Sinceramente, se me hizo muy interesante lo que nos dijo, pero nunca se me había pasado por la mente que yo pudiera tener este llamado de Dios.

En mi escuela yo me sentía un niño “normal”, como cualquier otro. Pero Dios empezó a preparar el terreno en mi alma…


En mi familia no tuve parientes cercanos que fueran sacerdotes o religiosos.
O al menos eso pensaba...

Platicando con mis papás, me contaron que mi abuelito materno y un tío abuelo estuvieron varios años en el seminario; recordé también que muy pequeño asistí a la ordenación sacerdotal de un tío segundo, el P. José Manuel Torres Origel, quien actualmente reside también en Roma.

Y también tenía a un par de parientes que eran religiosas.

La posibilidad de ser sacerdote me parecía todavía remota, pero de todas formas acepté con gusto ir a una convivencia en el seminario menor en la ciudad de México.

No había nada que perder.

Sería una experiencia interesante, pensaba yo.

Fue sólo un fin de semana en marzo de 1994, pero me marcó.

No me llamaron la atención los elementos externos sino el ambiente de alegría, cercanía a Dios y mucha caridad y respeto en que vivían ahí los niños de mi edad.

Sinceramente cambiaron totalmente la idea que yo tenía de un seminarista y de un sacerdote.
Regresé a mi casa conmovido... Dios había dado ya el primer paso.

Meses después, como muchos niños de 12 años, aparentemente había olvidado todo.

Pero otro padre legionario de  Cristo pasó por mi casa, saludó a mi familia y me invitó al curso de verano.

Lo recuerdo bien. ¡Quién diría que 12 años después, ese sacerdote, el P. José Manuel Otaolaurruchi, L.C. recibiría la profesión perpetua de mis votos religiosos, como mi director territorial en Colombia!

¡Los caminos de Dios!

PRIMEROS PASOS

Con gusto acepté ir al curso de verano, con la aprobación y bendición de mis papás, que de todas formas no creían para nada que yo me fuera a quedar.

¡Imagínense qué fama tendría yo!

Aunque me había fascinado la visita al seminario, sinceramente todavía no creía que Dios me llamara al sacerdocio.

“¿Yo?

¿Por qué?

Pero si me peleo a cada rato, soy algo travieso y a veces se me escapan mentirillas…

” Por eso pedí permiso a mis papás para ir sólo un mes y luego pensaba regresar a mi casa…

El hombre propone; Dios dispone.

Llegué al curso de verano.

La mejor síntesis que podría hacer de ese verano, con otros 150 niños de mi edad, sería “un huracán de alegría, de convivencia, de amistad muy limpia y de aprendizaje de muchas cosas”.

No obstante, crecía rápidamente la amistad con Dios por medio de la misa y las oraciones.

Curiosamente, en medio de ese huracán de alegría, había mucha paz y serenidad para darme cuenta de que Dios me estaba llamando a iniciar una nueva etapa en mi vida.

De esta forma ingresé al centro vocacional y ahí viví cuatro años llenísimos de lecciones de 1994 a 1998.

Agradezco muchísimo a todos mis formadores, especialmente al P. José Antonio López, LC quien fue mi rector todo ese tiempo.

Una de las cosas que más recuerdo es que nuestros formadores siempre nos ponían grandes ideales, grandes retos.

Nos entusiasmaban a acercarnos mucho a Dios y a la Virgen (nunca faltó nuestra visita anual a la Villa de Guadalupe, para ofrecerle a María nuestra vida); nos animaban a aprovechar al máximo nuestros estudios, a formar virtudes cristianas, a no ser conformistas, a formar una voluntad firme, a buscar lo mejor, aprovechar el tiempo, aprender otros idiomas, aprender instrumentos musicales… 

 Y claro que busqué ser una esponja que absorbiera todo ese bien.

Obviamente tenía mis dificultades normales.

Tenía un carácter fuerte, pero siempre sentí muy cercanos a mis formadores, quienes me animaban a superar mis limitaciones.

Aunque no asimilé todo, aprendí de formadores y de compañeros grandes lecciones de vida: unión con Dios, sinceridad, confianza, espíritu de sacrificio, alegría en la entrega.

Un motivo de mucha alegría en todo este ambiente, fue el apoyo continuo de mi familia.

A mí me costó mucho la separación de ellos, pero tal vez a ellos les costó más aún.
De todas formas nunca faltó su apoyo moral y económico.

Sólo Dios sabe el mérito de este gran sacrificio de mis papás, hermanos y familiares.

Al año de haber ingresado, mi hermano Felipe de Jesús también entró en el centro vocacional.

No puedo describir el gusto que me dio ver a mi hermano junto a mí, en ese camino tan hermoso como era el de la vocación sacerdotal.

UNA PRUEBA QUE SE CONVIRTIÓ EN LUZ PARA LA VIDA

Acabando esos 4 años, pasé al noviciado en Monterrey.

Fueron dos años muy serenos y hermosos, donde nuestra única ocupación importante era conocer mucho a Dios y conocer la espiritualidad de la Iglesia y de nuestra congregación, para hacer un mejor discernimiento de nuestra vocación.

Mi superior, el P. Jorge Fernández, LC, fue un gran padre que me acompañó en estos dos años.

Aprendí mucho de él y de esta etapa de formación.

 Al final de estos dos años, en agosto del año 2000, estando en mis ejercicios espirituales de ocho días, previos a mi primera profesión de los votos religiosos, pasó algo que cambió la vida de mi familia.

Tres años atrás mi familia y yo habíamos tenido un accidente automovilístico bastante fuerte.

Chocamos casi frontalmente contra un camión de carga en una carretera de alta velocidad.

Realmente no dudo en calificar como milagroso y providencial el hecho de que ninguno de las seis personas hayamos muerto.

Salimos todos gravemente heridos, pero no hubo muertes.

Nos parecía como si hubiéramos vuelto a vivir.

Sin duda que esto nos ayudó a valorar más nuestra vida como un don de Dios que no sabemos cuándo acabará.

Nos hizo recordar que tenemos que aprovechar la vida al máximo, que suele haber muchas preocupaciones en la vida, pero sólo una es importante: llegar al encuentro definitivo con Dios con las manos llenas de buenas obras, habiendo vivido plenamente ante Dios y ayudando a nuestros hermanos.

¡Y realmente se notó el cambio en mi familia! ¡Los caminos de Dios!

Volviendo a los ejercicios espirituales del año 2000, sucedió aparentemente lo contrario.

Ahora hubo un accidente “pequeño o insignificante” pero Dios dispuso que mi hermano dejara este mundo.

Felipe y yo éramos novicios en Monterrey.

Él estaba cortando el pasto y parece que se resbaló y su cuello alcanzó a tocar, mientras caía, un hilo que tenía una bajísima carga eléctrica para evitar que animales entraran y destruyeran el jardín.

El caso es que un conjunto de circunstancias provocaron que la carga creciera y bastó un ligero contacto para que mi hermano falleciera en el momento.

Al poco tiempo mi superior me lo comunicó y mis papás también vinieron enseguida desde León.

Lo que sigue me cuesta mucho describirlo.

Casi siempre estuve al lado de mi hermano Felipe.

De pequeño él era bastante inquieto, de carácter muy fuerte, aunque siempre, como se dice, con un gran ángel, una gran capacidad de simpatía.

Desde que entró al seminario cambió mucho.

De hecho noté que él había aprovechado mejor que yo los años en el centro vocacional.

En el noviciado, aunque estaba un año debajo de mí, era un gran ejemplo en todos los sentidos para toda la comunidad.

Y lo digo con objetividad.

Pero Dios siempre da la gracia que necesitamos en medio de cualquier prueba.
De hecho, nos fortaleció muchísimo en mi familia.

No digo que desapareció el dolor, pero quedó en un marco de mucha confianza en Dios. 

Desde el inicio sentimos una nueva presencia de mi hermano entre nosotros y siempre hemos tenido su recuerdo como una presencia viva que nos estimula a seguir ese ejemplo.

Ejemplo breve (murió a los 17 años) pero muy nítido y muy intenso: la alegría de entregarse plenamente a Dios, esperando el cielo.

 ¡Los caminos de Dios!


ESTUDIOS RUMBO AL SACERDOCIO

Una semana después de la partida de mi hermano, hice mi profesión religiosa.

Después de despedirme de todos mis familiares, partí para España, donde terminé mi preparatoria en el centro de humanidades y lenguas clásicas que tiene la congregación en Salamanca.

Luego me trasladé a Roma donde estudié dos años de filosofía.

En el año 2004 empecé mis tres años de prácticas pastorales como asistente de novicios en Medellín, Colombia.

Tengo recuerdos muy especiales de esos tres años.

Buscando ayudar a los novicios en su formación y en sus primeros pasos en la vida religiosa, descubrí que aprendí muchísimo de ellos.

Fueron años para madurar mucho, años de mucha amistad y de crecimiento interior.

Pude conocer a muchas familias de los novicios y maravillarme de la grandeza de la creación de Dios en aquel pedazo de paraíso.

Después de mi estancia en Colombia regresé a Ro
ma para terminar mis estudios.

Ahí completé mi licencia en filosofía y mi bachillerato en teología.

Fueron años en que la meta del sacerdocio se hacía cada vez más cercana.

Disfruté muchísimo mi teología.

Durante esta etapa pude ayudar como asistente del rector para un grupo de filósofos.

 Fue una gracia de la que he aprendido mucho.

Y agradezco de corazón a todos los formadores y a todos “mis” filósofos, por su apoyo, paciencia, ejemplo y testimonio.

ORDENACIÓN DIACONAL

El pasado 27 de julio tuve la gracia de ser ordenado diácono en mi ciudad natal.

El arzobispo de León S. E. José Guadalupe Martín Rábago había festejado el día anterior sus 50 años de fidelidad como sacerdote y él mismo escogió el día siguiente como fecha de la ordenación de tres legionarios de Cristo.

Dios permitió que esos días en torno a mi ordenación fueran como un anticipo de mi sacerdocio.

Pocas alegrías tan grandes se pueden experimentar en esta vida como “repartir” a Dios a los demás, a manos llenas; a la propia familia, a amigos, a cualquier persona, dando la comunión, predicando, dando con cercanía algún consejo.

Realmente me he dado cuenta de que todos tenemos una gran sed de Dios.

 El mundo necesita muchos y santos pastores de almas.

Sigamos pidiendo a Dios que llame a muchos jóvenes a esta maravillosa vocación y les haga experimentar esa indescriptible alegría de entregarse.
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El P. Juan José Ramírez Muñoz nació en León, México el 21 de marzo de 1982.

Estudió en el Instituto Leonés de los hermanos franciscanos. Ingresó en el seminario menor de la ciudad de México en 1994.

El 14 de agosto de 1998 inició su noviciado. 

Cursó los estudios humanísticos en Salamanca, España.

Durante tres años fue asistente del instructor de novicios en Medellín, Colombia y durante otros tres años ha sido miembro del equipo de formadores del Centro de Estudios Superiores en Roma.

Es licenciado en filosofía y está haciendo otra licencia en teología por el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum.

FECHA DE PUBLICACIÓN: 2012-12-03



1 comentario:

  1. Toda mi Admiración y Respeto para el Padre Juan José ♥️Dios lo Bendiga.

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