martes, 24 de julio de 2012

Tenía que decidirlo ya


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Testimonio vocacional del P. Gabriel María Abascal Castro
P. Gabriel María Abascal Castro

Durante la Semana Santa del año 2000, al finalizar mi año como colaborador en el Regnum Christi, me pusieron al frente de un grupo de jóvenes misioneros en la Sierra de Puebla durante las misiones de evangelización que se organizan en México anualmente. Yo no era sólo un misionero más, sino que el obispo del lugar, por la falta de sacerdotes, me pidió ser ministro extraordinario de la Eucaristía. De modo que tuve que dirigir las paraliturgias de esos días, exponer la Eucaristía, dar la comunión… en fin, hice todo aquello que no eran funciones propiamente sacerdotales. En la paraliturgia de la Resurrección, di por última vez la comunión a las personas que visitamos durante las misiones. Esa noche la gente del pueblo organizó una cena para despedir a los misioneros. Recuerdo que cuando las personas se acercaban a mí, sólo me agradecían el haberles llevado a Cristo Eucaristía y me animaban a continuar con mi “carrera” sacerdotal. No sabían que en mi mente, durante veinte años, había tratado de cultivar la idea de que la última opción en mi vida, era la de ser sacerdote. Eso era verdad, jamás trabajé o soñé en serlo, pero también era cierto que desde pequeño Dios de alguna manera ya me llamaba. Primero fue un susurro, luego una llamada y a esas alturas de mi vida, viendo que la gente humilde valoraba más que yo la Eucaristía, Dios ya me gritaba. No podía ser indiferente. Tenía que decidir algo importante en mi vida y… ¡tenía que decidirlo ya!

Y tú, ¿qué quieres ser Gabriel…?

Nací el 17 de abril del 1980 en el seno de una familia cristiana, y puedo decir con toda sencillez y honestidad, que tuve la gracia de tener a unos padres estupendos. Muchas veces he pensado que Dios me va a pedir cuenta de este don tan grande, pues jamás conocí mejores padres que los míos. De ese matrimonio nacieron cinco hijos: tres hombres y dos mujeres. Yo soy el más grande de los hombres y el segundo de todos.

Desde pequeño, cuando mis padres u otros adultos nos preguntaban a mis hermanos y a mí qué queríamos ser de grandes o a qué nos íbamos a dedicar, recuerdo que todos tenían respuestas inmediatas: mi hermana quería ser maestra de kínder, mi hermano futbolista (o carnicero… porque mi papá siempre platicaba con los carniceros y se hacía amigo de ellos), mi otra hermana bióloga marina y mi hermano menor coronel del ejército… “Y tú, ¿qué quieres ser Gabriel…?” Yo, o no contestaba o me encogía de hombros. Y claro que había una respuesta en mi interior.

Desde muy pequeño, algo me taladraba la conciencia de que yo tenía que hacer algo muy grande con mi vida y que era muy importante prepararme para eso. No sabía con certeza qué iba a ser, pero al mismo tiempo la seguridad de que era algo especial siempre estuvo ahí. Quizá nunca contesté a la pregunta por miedo a exponer a todos que mis aspiraciones eran muy altas o porque había algo en mi interior que era tan sagrado que no podía compartirlo a esa edad. Mi padre me recordó esto mucho tiempo después, cuando yo estaba a punto de ingresar al noviciado de los Legionarios de Cristo.

Crecí en la Ciudad de México y cuando mis papás tuvieron que escoger una escuela para complementar mi formación, escogieron el Instituto Cumbres, colegio de los Legionarios de Cristo. Puedo decir que mi infancia fue muy normal con actividades de cualquier niño. Ciertamente en casa vivíamos la fe a fondo. Tengo muchos recuerdos de mis hermanos y yo, rezando el rosario alrededor de la cama de mis padres. También recuerdo las semanas santas en casa, donde mi papá hacía que de verdad viviéramos el luto de los días de la Pasión del Señor y la alegría de la Resurrección. En Viernes Santo no veíamos televisión, ni escuchábamos música y de alguna manera, aunque éramos niños, vivíamos el ayuno. ¿Vacaciones en Semana Santa? ¡Ni hablar! Y si alguna vez salimos, guardamos los días santos. En mi casa se celebraban los onomásticos al igual que los cumpleaños y mis papás nos enseñaron a leer en voz alta con el libro del “Santo de cada día”. Toda esta formación que recibí de mis padres encajó perfectamente con lo que en el Instituto Cumbres me enseñaban.

Los buenos amigos fueron siempre una gran ayuda…

Es por esto que, ya desde quinto de primaria, aparte de las actividades deportivas de la tarde, me quedaba en el club del ECYD una vez a la semana para hacer apostolado con mis amigos.

Creo que para mis amigos y para mí fue determinante en nuestra adolescencia el ECYD, esto es, un grupo de adolescentes que hacen un compromiso de amistad con Cristo para vivir su cristianismo con audacia, formarse bien y divertirse al máximo. Recuerdo mis años de secundaria como los mejores años de mi vida. En esa edad, en la que empiezan las fiestas, las salidas y los planes sociales, me encontré protegido por mi equipo del ECYD y lo que éste me ofrecía. Tengo recuerdos de cómo nos preocupábamos todos por guardar nuestra vida de gracia y cómo acudíamos a la confesión en los recesos de la escuela. Y por otro lado, también conservo en mi memoria cómo, antes de salir a las fiestas, algunas veces rezábamos en casa de alguno de nosotros, nuestras oraciones de la noche. Quizá por el ambiente de la Ciudad de México, fuimos bastante precoces: en primero de secundaria ya habíamos ido de “antro”, y con catorce años la mayoría tenía permiso para manejar e íbamos a donde queríamos. Mi primera novia la tuve en segundo de secundaria con la peculiaridad de que ella iba en primero de prepa. No fuimos unos “santurrones”, todo lo contrario, también hicimos cosas juntos de las que ahora no me enorgullezco, pero creo que entre todos nos ayudamos a madurar y a elegir las mejores opciones en nuestra vida. Si ahora veo hacia atrás, me queda claro que Dios me fue preparando y al mismo tiempo me cuidó, como si hubiera puesto una capa de cristal blindado encima de mí, pues a pesar de lo que viví, Él me quería para Sí.

También en esta edad en la que los amigos se convierten en lo más importante, sufrí la muerte de uno de ellos. Se llamaba Pablo. Yo tenía catorce años y él trece y nos llevábamos de maravilla. Una mañana simplemente ya no estaba con nosotros y de pronto me encontré con que nunca más iba a volver. Fue un momento triste pero no dramático. Mi padre no dejó que me estancara en la melancolía y me ayudó muchísimo a superarlo rápido. De todas maneras la muerte me pareció algo muy serio y en mi interior me iba dando cuenta de lo poco que duraba la vida y de que yo no podía desperdiciarla.

  Dentro de todas las actividades que un chico de quince ó dieciséis años puede tener, siempre seguí muy comprometido con las actividades del ECYD y sus apostolados. No sólo era una cuestión social, sino que era una convicción personal que me habían inculcado mis padres desde pequeño. Es por eso que siempre estuve envuelto en actividades y como responsable de chicos más pequeños en los mismos clubes. También participaba en las misiones de Semana Santa, y en torneos, retiros, apostolados, etc. Cuando pasamos a primero de preparatoria había llegado el momento de que nuestro grupo de amigos se incorporara al Regnum Christi. Así lo hicimos en un retiro que tuvimos en “El Dorado”, Edo. de México, al que nos llevó el entonces H. Enrique, instructor de formación de nuestro colegio.

La figura del legionario

Recuerdo que yo admiraba mucho a esos hermanos religiosos legionarios de Cristo que siempre lideraban todas estas actividades. Admiraba su formación religiosa, su formalidad, su liderazgo, la manera como jugaban bien todos los deportes, su formación humana e intelectual. Agradezco los testimonios de esos legionarios que ahora son sacerdotes: Los padres Federico, Gustavo, Enrique, Luis Miguel, y también agradezco a aquellos que fueron legionarios generosos pero que después vieron que el sacerdocio no era su camino: Isaac, Teodoro y muchos más. ¡Fueron un gran ejemplo y ayuda para mí! Ciertamente, aunque los admiraba mucho, ni por la frente me pasaba poder llegar a ser legionario de Cristo como ellos.

  A punto de terminar mi preparatoria, mis padres decidieron que nos mudaríamos a Guadalajara porque ahí mi papá tenía mejores oportunidades laborales y era una ciudad más “vivible” que la Ciudad de México. Fue un cambio positivo en todos los sentidos: vivíamos más tranquilos, conocí otros muy buenos amigos que todavía mantengo, y mi cercanía al Movimiento Regnum Christi creció y creo que fue más madura. Acudía a las actividades y cumplía con los compromisos porque lo sentía como una responsabilidad y parte de mi vida.

El director de la sección de jóvenes a la que acudíamos para nuestras reuniones era en aquel entonces el H. Manuel. Él me ayudó mucho a través de la dirección espiritual a descubrir cuál era la voluntad de Dios en mi vida. En esos años me incorporé al segundo grado del Movimiento Regnum Christi, una etapa de más compromiso y entrega. Justo antes de comenzar la carrera en la universidad, tuve la oportunidad de asistir en el verano de 1999 al Cursillo Internacional de Formadores que se organiza cada año en Roma para todos los formadores del Movimiento. Después de ese período vivido en Roma, me di cuenta de que quizá Dios me estaba pidiendo algo y tenía que quitármelo de encima pronto… Me entusiasmaba la idea de regresar a México y comenzar una carrera en derecho, ciencias políticas o relaciones internacionales, pero por otro lado sentía en mi interior que quizá Dios me pedía otra cosa. Así que decidí dar un año de colaborador, es decir, un año de voluntariado católico al interno de la Iglesia y del Movimiento.

En agosto de 1999 me destinaron a la ciudad de Puebla, donde pude ayudar durante un año como responsable de algunos grupos de jóvenes y como organizador y auxiliar de varios apostolados juveniles de la ciudad. Durante ese año tuve como director espiritual al P. José de Jesús Rodríguez Carmona, L.C. q.e.p.d., y le abrí mi alma, las inquietudes que tenía y cómo sentía que Dios me estaba de alguna manera pidiendo más entrega. Él me fue guiando sabiamente durante esos meses sin ejercer ningún tipo de presión en mis decisiones. Recuerdo que en un par de ocasiones me eché a llorar en su despacho, en plena dirección espiritual, por no saber con certeza absoluta qué era lo que Dios me pedía. Me aterrorizaba el hecho de desprenderme de mis sueños, mis proyectos, mis ilusiones, mi familia, mi carrera, etc. Pero por otro lado me daba cuenta que no podía llegar al matrimonio con el peso en la conciencia de que no había sido generoso con Dios quien me lo había dado todo. Una de las consignas que el P. José de Jesús me dio, y que fue definitiva en mi vocación a la Legión, fue el encomendarme, todas las noches con un avemaría, a la Virgen de Guadalupe, pidiéndole sólo disponibilidad. Eso era lo que yo necesitaba: estar disponible a cualquier cambio de planes por parte de Dios en mi vida. Ella se encargaría del resto.

El momento crucial

Y así fue como en esas misiones de Semana Santa del 2000 de las que hablaba al comienzo de este testimonio, me encontré con la pregunta y la voz de Dios en mi conciencia que ya no sólo me gritaba, sino que me exigía una respuesta pronta. Yo también me la exigía, pues era momento de decidir: universidad o noviciado. Terminando esas misiones me fui a pasar unos días de descanso con la comunidad de los padres de Puebla. Mi mente estaba muy confusa pero al mismo tiempo me daba cuenta de que había pasado los días más felices de mi vida como colaborador y especialmente en esas misiones. Una semana después del Jueves Santo, el 27 de abril de 2000, a diez días de haber cumplido veinte años, tuve una luz muy grande en la hora eucarística: de alguna manera Dios abrió mi corazón y derrumbó todos mis razonamientos y miedos. Fue algo muy especial que no podría explicar fácilmente y mucho menos ponerlo por escrito. Sólo sé que entré a la hora eucarística con mucho miedo a lo que Dios me estaba pidiendo y salí convencido y feliz de haber sido llamado al sacerdocio en la Legión de Cristo. No hubo señales, ni voces, ni nada externamente especial… fue así de sencillo, misterioso y rotundo al mismo tiempo. Obviamente todo había sido parte de un proceso y de un discernimiento, pero aquella hora eucarística fue el momento de la gracia.

A partir de ahí, con la certeza de que Jesucristo me invitaba a ser de sus íntimos, ya todo fue más fácil. Le avisé a mis padres y me apoyaron al cien por cien.

 
Mi vida en la Legión

Entré al noviciado de Monterrey en el verano de ese mismo año e hice mis votos religiosos a los dos años. Después continué mis estudios de humanidades en Salamanca, España. Al finalizar ese año, durante el verano de 2003 recibí una llamada de mi hermana mayor en la que me pedía que fuese a México porque mi papá se había puesto grave de muerte. Tomé un avión y pude acompañar en sus últimos días, de manera muy cercana, al hombre que me había dado la vida y al que le debía toda mi formación y educación. Una vez más la muerte se presentaba de manera sorpresiva en mi vida. Fueron momentos muy tristes, pues mi padre sólo tenía cuarenta y siete años y yo sentía que todavía no terminaba de admirarlo, agradecerle y disfrutarlo. La convicción de que había sido un hombre de bien y de que había alcanzado el Cielo, me ayudaron a continuar con más decisión en mi camino hacia el sacerdocio.

Posteriormente me trasladé a Roma para hacer mis estudios de filosofía. Después de eso trabajé con adolescentes y jóvenes en la ciudades de Guadalajara y de Monterrey. En algunos períodos de mi camino hacia el sacerdocio, también pude ayudar en la formación de mis hermanos legionarios como superior de un grupo de hermanos en Roma y como vicerrector en nuestro centro de Noviciado y Humanidades de Cheshire, Estados Unidos. La Legión para mí ha sido y es una aventura que vale la pena vivir. Es verdad que no todo ha sido fácil, pues también ha habido momentos duros, pero la convicción de que no fui yo quien escogió este camino para mí y la constante presencia descarada de Dios en mi vida me han ayudado a llegar hasta este momento tan esperado del sacerdocio.


EL P. GABRIEL MARÍA ABASCAL CASTRO nació en la Ciudad de México el 17 de abril de 1980. Realizó sus estudios en el Instituto Cumbres, colegio de los Legionarios de Cristo, formó parte del ECYD y del movimiento Regnum Christi. Después de un año de colaborador en dicho Movimiento, consagró su vida a Dios ingresando al noviciado de la Legión de Cristo en la ciudad de Monterrey. Cursó sus estudios humanísticos en Salamanca (España). Estudió su bachillerato en filosofía y teología en Roma, por el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum. Por años ha colaborado en la formación de adolescentes en diversas instituciones de la Legión y en los últimos años también ayudó a la formación de seminaristas legionarios, primero en Roma y después en Estados Unidos. Hoy día ejerce su ministerio
en la ciudad de Monterrey (México).


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