jueves, 19 de enero de 2012

El bolchevique que juzgó a Dios por genocidio y crímenes contra la humanidad

Anatoly Lunacharski
En 1918, comisario de Instrucción Pública de Lenin y posterior embajador de España
en la Segunda República organizó en Moscú un juicio contra el Todopoderoso en el
que fue «imputado» por genocidio y «condenado a muerte».
Actualizado 18 enero 2012

  
«La religión es como un clavo. Cuanto más se lo golpea en la cabeza, más penetra»,
dijo Anatoly Lunacharski en 1923. Y debía saber de lo que hablaba el comisario de Ins
trucción Pública de Lenin, que había dedicado gran parte de su vida a perseguir a la
Iglesia tras el triunfo de la Revolución Rusa en 1917.

Él y sus camaradas bolcheviques estaban convencidos de que podían erradicar la religión
de la noche a la mañana, y como tal, se dedicaron a confiscar los bienes eclesiásticos,
destruir algunos monasterios, organizar procesiones simbólicas en las que se ridiculizaba
a dioses y profetas y erigir cadalsos en los que se decapitaban y quemaban efigies del
Papa.

Pero el hecho más sorprendente e insólito fue el que protagonizó Lunacharski en enero
de 1918: el «Juicio del Estado Soviético contra Dios». Un acontecimiento que tuvo lugar
un año después de que los bolcheviques derrocaran al zar Nicolás II, al inicio del considera
do primer periodo (1918-1923) de la persecución sistemática contra la Iglesia en Rusia, y
que coincidía con la primera época de la exaltación del delirio iconoclasta.

En esta vorágine, a principios de 1918, se organizó en Moscú un tribunal popular presidido
por el tal Lunacharski, que se declaró absolutamente competente para juzgar al Todopode
roso por sus «crímenes contra la Humanidad».
«Culpable» de genocidio

El 16 de enero, y con una gran cantidad de público presente en aquel «circo» histórico, co
menzó el proceso en el que, durante más de cinco horas, se produjo la lectura de todos los
cargos que el pueblo ruso, en representación del resto de la especie humana, formulaba
contra el «reo». La imputación principal parecía estar clarapara los fiscales bolcheviques:
Dios era «culpable» de genocidio.

No parecía haber diferencias entre aquel juicio «divino» y otro de índole más terrenal. Los
detalles estaban perfectamente cuidados, como si de un juicio del todo legal se tratara: en
el banquillo de los acusados se colocó una Biblia, los fiscales presentaron una gran cantidad
de pruebas basadas en testimonios históricos y los defensores designados por el Estado sovié
tico presentaron bastantes pruebas de su inocencia, llegando incluso a pedir la absolución
del «acusado» alegando, ni más ni menos, que padecía una «grave demencia y trastornos
psíquicos», no siendo responsable de lo que se le achacaba.

Otro detalle importante de esta historia es que el presidente del tribunal no era exac
tamente un ignorante en lo que a cuestiones de la religión se trataba. Todo lo contrario.
Lunacharski –que en 1933 sería nombrado precisamente embajador en España de la URSS–
 aprovechó sus largas temporadas en la cárcel, antes de 1917, para estudiar intensamente
la historia de las religiones, a la que ya se había dedicado durante años en París, como
reconoce en su autobiografía.

De hecho, la intención de su libro «Religión y socialismo» –que provocó una violenta conde
na por parte de los miembros de su partido– era incorporar al marxismo los valores religio
sos y salvacionales que se encontraban en las formas religiosas y cristianas. Esto le puso en
contra a muchos de sus camaradas.
Sentencia de muerte

El 17 de enero de 1917, tras cinco horas de testimonios, apelaciones y protestas, el tribunal
declaró finalmente «culpable» a Dios de los delitos que había sido acusado: genocidio y crí
menes contra la Humanidad. A Lunacharski ya sólo le quedó leer la sentencia: el Señor mori
ría fusilado a la mañana del día siguiente y no se daría hasta entonces la posibilidad de inter
poner ningún tipo de recurso ni establecer el más mínimo aplazamiento.

La pena de muerte fue ejecutada por un pelotón de fusilamiento, que disparó varias ráfagas
al cielo de Moscú.

Pocos años después, entre 1923 y 1929, la astucia del pensamiento bolchevique aconsejó no
repetir este tipo de actos ni la persecución abierta contra la Iglesia que habían protagonizado
en los años anteriores, e incluso el mismo Lunacharski condenó los excesos cometidos en este
sentido, antes de morir, camino de España, cuando se dirigía a ocupar su cargo en la embajada.
«Qué Dios les coja confesados», diría más de un creyente.


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