lunes, 31 de diciembre de 2012
Testimonio vocacional del Padre Vicente David Yanes Cuevas LC
Más grande que mi corazón
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La vida es un regalo y una
aventura. Como regalo nos viene dada sin merecerla, como aventura pide tu
protagonismo a cada paso.
Vivir implica mantenerse abierto a continuas
sorpresas y también querer entregarse para que las cosas sucedan.
Al empezar
mi adolescencia comencé a darme cuenta de ambas verdades; fui consciente de
que mis días avanzaban sin detenerse y recuerdo que me propuse tratar de ser
lo más feliz posible en cada momento (Carpe diem!).
Pero pronto
descubrí también que mis mayores deseos y planes de felicidad se quedaban muy
cortitos, que no le llegaban ni a los talones a la invitación que
Alguien “más grande que mi corazón” iba a hacerme, ese “Alguien” que me había
echado el ojo desde siempre…
* * *
El hermano mayor
Soy el mayor de tres hermanos,
modelo 1981. Nacido en Monterrey, así que buena gente.
Óscar, mi primer
amigo, nació cuando yo tenía dos años y medio.
Carlos Andrés, el pilón y el
mejor de los tres, llegó cuando me faltaban dos meses para cumplir diecisiete.
(Además de ellos Dios me quiso regalar una hermana espiritual muy especial,
catorce años después: Bogi).
Mis papás siempre nos han querido mucho, lo
mismo nosotros a ellos y entre los hermanos es habitual manifestarnos un
cariño mutuo muy profundo.
Aunque la economía de casa no ha sido la columna
más segura de la familia, nunca nos faltó nada y sí recuerdo el esfuerzo de
mis papás por darnos una buena educación y una formación basada en los
valores cristianos, con una participación muy asidua en la vida de la
Iglesia.
Rezar e ir a misa eran actividades
familiares que veíamos con mucha naturalidad en nuestra casa, y que
realizábamos de bastante buen agrado.
Mis papás han vivido casi todo su
matrimonio como miembros activos en el Movimiento Familiar Cristiano y puedo
decir que su testimonio no nos pasaba desapercibido.
Agradezco a mis papás
que nos hayan transmitido la fe de un modo tan directo, lo que en mi caso fue
un terreno que Dios aprovechó para sembrar en mi alma la vocación sacerdotal.
Ningún sacerdote en los juegos
De niño me encantaba inventar
juegos y crear historias en las que Óscar y yo poníamos en acción a los cerca
de 100 muñecos que teníamos (a veces pienso si Tolkien no nos robó alguna
historia…).
Ninguna figurilla del cuarto podía quedarse fuera, cada uno tenía
su papel.
En nuestro vasto reparto nunca se nos ocurrió incluir un sacerdote
-aunque no faltaban los sabios que, escondidos en las montañas, daban los
consejos precisos para cambiar los destinos de los hombres-.
El bien y el mal
en sus múltiples manifestaciones estaban presentes detrás de rostros muy
dispares e historias legendarias.
Por encima de todo, la lealtad… y
tras ella, la misericordia
align="left">Entre todos los
valores, tanto en el juego como en mi vida real, mi valor más apreciado fue
siempre la lealtad: en nuestras historias siempre había un personaje que, no
importando por cuántos peligros y enemigos tuviese que atravesar, llegaría
sin falta a prestar su brazo para protegerte.
Con mis amigos sucedía lo
mismo: lo que yo más buscaba en ellos es que fuesen incondicionales, saber
que iban a “estar allí” cuando los necesitaba.
Posiblemente tenía una visión
un tanto idealizada de esta virtud, como si la lealtad fuera incompatible con
la menor sombra de duda o de debilidad humana.
Con el paso del tiempo fui aprendiendo que todos
éramos imperfectos y limitados y, sin embargo, mi corazón seguía buscando a
alguien que me diese esa seguridad de que siempre iba a estar conmigo.
En la
casa teníamos un cuadro muy grande del Sagrado Corazón con una frase que
decía “Amigo que nunca falla”, recuerdo que una vez me quedé mirando ese
mensaje, tratando de asimilarlo y preguntándome seriamente si podía ser
verdad que hubiese un amigo “que nunca falla”.
Todavía como ahora estaba muy
lejos de ser lo que se dice “un santo de altar”, pero en ese momento le pedí
a Dios que lo que Él me prometía si fuese verdad, que Él no me fallara.
Así
lo sentí, y supe que con él sería diferente, que mi corazón no se equivocaba.
La segunda virtud que siempre me atrajo fue la
misericordia: el perdón era para mí algo sagrado, quizá el acto más grande
que un hombre podía tener hacia otro; la gran prueba de la propia calidad
humana.
Y esto también lo encontré en Jesús de un modo infinito: Él era todo
misericordia conmigo porque era todo lealtad. Si yo fallaba, Él permanecía
siempre fiel…
Dejar huella en el mundo, pero ¿cómo?
Mis sueños como adolescente eran ser reportero,
escritor, actor, y director de orquesta o cantante de ópera… casi nada.
Pero
ser sacerdote creo que nunca lo consideré una posibilidad. No me atraía la
popularidad por sí misma, pero sí deseaba dejar “alguna huella” en el mundo,
algo que contara: entregar algo de mí al patrimonio de los hombres antes de
morir, permanecer en “la historia”.
Siempre me han gustado las historias:
leerlas, contarlas, actuarlas, vivirlas… realizar mi papel del mejor modo
posible y salir del escenario cuando me llegara el momento. Pero, ¿cuál era
mi papel?
Tenía delante varias opciones, proyectos… pero aún no se había
presentado el mejor candidato.
Y que eso estuviera pendiente no era un
obstáculo para perseguir la felicidad en mi adolescencia.
Cuando llegó “la plenitud de los tiempos”
Tenía 14 años y era feliz a tope. Hacía lo que
quería y quería lo que hacía, y con eso queda dicho todo.
No me faltaban
amigos y amigas con los cuales compartir muchas alegrías. Felicidad, espíritu
positivo, alegría, mirar adelante: todas estas palabras sirven para describir
mi situación interior durante toda mi vida hasta antes de los quince.
Y lo
que vino después ha sido mucho mejor.
Si me lo hubieran predicho no lo habría
creído, por dos motivos muy fuertes: primero, porque me sentía pleno;
segundo, porque no echaba en falta nada.
¿Es posible estar seguro de la propia vocación a
los 14 años? Por mi propia experiencia puedo decir “sí, completamente”.
Pero
para cada uno Dios tiene su camino: no sólo la edad y el momento, sino el
grado mismo de convencimiento es diverso.
A mí no me dejó la menor duda de
que Dios me llamaba para seguirle de por vida.
Lo que ha pasado en los años
sucesivos ha sido sólo un profundizar y fortalecer la decisión de la primera
vez.
Una invitación inesperada, inofensiva
Un sacerdote legionario a quien conocí y
frecuentaba para hablarle de mis “problemas” de adolescente, el P. Gonzalo
Urquiza, en uno de nuestros encuentros me preguntó directamente si alguna vez
había pensado en ser sacerdote.
La respuesta: “no, nunca”.
“Y si yo te
invitara a conocer un seminario, sólo para conocer, ¿irías?”.
El padre me
caía muy bien, y la actividad me parecía “de bajísimo riesgo”, así que
acepté.
No sólo no tenía nada que perder, sino que estaba convencido de que
tampoco encontraría nada que me llamaría la atención.
Me equivoqué.
Completamente.
Dios juega muy bien
sus cartas y no era posible que yo fuese más listo o que supiese mejor que Él
donde estaba mi felicidad.
Me encantó lo que encontré en el centro vocacional
de León.
Ya sólo llegar me di cuenta que estaba en un lugar especial, pero no
pasaron ni un par de minutos para que la vida de aquel seminario, de sus
seminaristas, comenzara a atraerme la curiosidad.
Lo que más admiré al llegar fue la disciplina, el
orden y la armonía que reinaba por todas partes.
Pero mayor fue mi sorpresa
cuando estuve entre los seminaristas de tercero de secundaria (un año mayores
que yo) y los vi tan felices y tan normales. Todos ellos eran amigos entre
sí, amigos entrañables; con sus diferencias y temperamentos, pero eran muy
amigos: se notaba el aprecio mutuo, la confianza, la alegría con que vivían.
Eran chicos como los de fuera, pero al mismo tiempo yo sentía que eran “muy
especiales” por estar ahí, que eran valientes y de decisiones definidas para
darse a sí mismos la oportunidad de ver si Dios les llamaba.
Lo que encontré
me gusto demasiado… otra cosa a lo que había imaginado.
Terminé la cena con
el propósito de cursar el próximo año en el CV de León.
Pero Dios aún quería
darme un mensaje más claro, un regalo más grande.
La llamada, camuflada en un cuadro pero
fulminante
Dios llama de verdad.
Eso quiere decir que
escuchas su voz, que percibes con claridad que te ha elegido a ti y no al
tipo de al lado, que la invitación va con tu nombre y es de ti quien espera
la respuesta.
Si Dios llama a alguien es imposible que el interesado “no se
entere”… o éste está muy distraído o Dios lo haría francamente mal.
El modo de esta llamada es muy diverso: puede ser
en medio de “grandes momentos” de película o sumergido en la cotidianidad.
Pero es un suceso identificable, y dentro de su sencillez será siempre un
momento “grande”: porque ahí se une lo humano con lo divino, lo pasajero con
lo eterno, la tierra con el cielo.
En mi caso me vino acostado, aunque no en sueños.
Después de la cena de bienvenida los seminaristas se fueron a sus oraciones
de la noche y los muchachos de la convivencia tuvimos juegos nocturnos en el
jardín, para cansarnos…
Ya en el dormitorio, me quedé mirando un cuadro que
estaba en la pared antes de que apagaran la luz.
No era nada extraordinario,
pero lo que vi ahí cambió mi vida por completo.
La fotografía presentaba la
ladera de una montaña nevada, en lo alto.
La blanca extensión dominaba la
escena y por encima de ella se veía el cielo.
Eso era todo lo que había.
Pero
yo “me vi a mí mismo” en la imagen.
Era yo, mayor, vestido de negro y de
largo.
Yo en sotana, que subía por esos duros caminos porque sabía que era
sacerdote y que iba a encontrarme con un enfermo que me había llamado antes
de morir.
¿Ensueño, premonición?
Para mí fue la llamada de Dios.
Y respondí “sí”.
No sólo lo dije en mi interior, lo pronuncié con fuerza y recuerdo que lo
escuché.
Después de eso, me dormí muy feliz.
“He estado en el cielo, ¿me dejas volver?”
Así de sencillo pasó todo.
Una imaginación de un
adolescente, de eso se valió Dios para hacerme la invitación a seguirlo de
por vida.
El hecho en sí lo descubrí cinco años más tarde, como fruto de una
oración en la que precisamente le pedí a Dios que me permitiera redescubrir
el momento concreto y puntual en que me eligió.
No me cabe la menor duda de
que así fue, porque al redescubrirlo lo recordé con sus pormenores.
Cosas de
Dios…
Pero en aquellos días de enero, aunque no fuera tan consciente de lo
que había pasado sí recuerdo que estaba completamente convencido de que Dios
me había llamado y que me había escogido para estar con Él para siempre.
Escogido, con Él, para siempre.
Estas tres ideas siempre las he tenido muy
claras en mi corazón.
Desde luego ha habido dificultades en este camino o
momentos en que otras opciones han podido distraerme; pero dudas, en mi caso,
ninguna.
Yo quería quedarme en León desde el día en que
llegué.
El sacerdote que me llevó de visita me explicó que así no se
manejaban estos asuntos, que qué iban a pensar mis papás…
Evidentemente, tuve
que volver a casa.
Pero la primera cosa que le dije a mi mamá cuando la vi
fue “Mamá, fui de visita al cielo.
¿Me dejas volver?”.
Fue una sorpresa muy
grande para mis papás verme tan entusiasmado, porque no hablaba de otra cosa
y no quería sino volver y hacerme apostólico de la Legión de Cristo para
seguir a Jesús que me había llamado.
Mis papás supieron reconocer la acción de Dios en
mi vida, confiaron en Él y me apoyaron completamente; lo mismo puedo decir de
mis familiares y de la casi totalidad de mis amigos.
Siempre han estado conmigo
y me han acompañado espiritualmente en este camino de más de 16 años.
Camino
que volvería a tomar mil veces, porque nada de “lo que pude haber hecho” en
este tiempo puede compararse con la alegría de seguir a Jesucristo, con el
privilegio de ser de los suyos.
El amor de mi vida, Jesucristo; mi camino, la
Legión
¿Qué es lo más valioso que he aprendido en la
Legión?
Siempre diré lo mismo: conocer personalmente a Jesucristo, hacer la
experiencia de su amor particular hacia mí, conocerlo como el Amigo real,
verdadero, que está a mi lado en todo momento.
Cada persona tiene su camino
para conseguir esto, que es la meta más alta de la vida: yo lo recibí en la
Legión de Cristo.
Soy feliz como legionario de Cristo y me siento orgulloso
de mi vocación y de pertenecer a esta familia tan querida y probada por Dios.
El deseo más grande de mi alma es encontrarme con
Jesucristo al final de mis días y darle un abrazo entrañable, agradecerle
todo su amor a mí, y escuchar en su pecho los latidos de ese Corazón “más
grande que mi corazón”.
Descubrir esto ha sido lo más maravilloso que he
experimentado en esta vida… y creo que la que viene será aún mejor.
El P. Vicente David Yanes Cuevas nació
en Monterrey, Nuevo León (México), el 10 de junio de 1981.
Ingresó al
seminario menor de los legionarios de Cristo en julio de 1996 en la ciudad de
León.
En 1998 ingresó al noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey
(México).
Terminó sus estudios de bachillerato y estudió el bienio de
humanidades clásicas en Salamanca (España).
Realizó los estudios de filosofía
(licencia) y teología (bachillerato) en el Ateneo Pontificio Regina
Apostolorum de Roma.
Realizó sus prácticas apostólicas como formador de los
novicios en el centro de noviciado de Santa María de la Montaña.
un
año como miembro de la secretaría general de la Legión de Cristo.
Durante
cuatro años fue formador de estudiantes de filosofía y teología en el centro
de estudios superiores de los legionarios de Cristo en Roma.
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FECHA DE PUBLICACIÓN: 2012-12-03
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domingo, 30 de diciembre de 2012
Amor de madre cuidó a su hija en coma durante 42 años hasta caer muerta a los pies de su cama.
Grupos
proeutanasia dispararon contra su casa
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Bill Clinton,
Jeb Bush o Neil Diamond visitaron a Edwarda en su domicilio. Para Kaye, el
mayor regalo de Dios era poder atenderla.
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Edwarda O´Bara murió la víspera del Día de Acción de Gracias, tras
pasar 42 años en coma por un shock
diabético.
Estaba considerada la persona que más tiempo ha estado en esa situación.
Como cuenta en el reportaje que hizo sobre el caso Wayne Drash para la CNN, ese 21 de noviembre su hermana Colleen la bañó, la peinó y la intubó para alimentarla como había hecho miles de veces antes.
Luego le dio un beso y le dijo que iba a hacerse un café: "Me dedicó
la mayor sonrisa que me había ofrecido en toda su vida.
Su rostro resplandecía y sus ojos brillaban".
Justo entonces los cerró para siempre.
Tenía 59 años.
Había nacido en 1953 en el seno de una familia católica
formada en 1948 por Joe O´Bara, campeón del peso
medio de la Marina durante la Segunda Guerrra Mundial y joven estrella en el
equipo de fútbol americano de la Universidad de Pittsburgh, y Kathryn
McCloskey, hija del alcalde de Johnstown (Pennsylvania).
"Todo lo que yo quería en la vida era tener dos niñas.
Dios fue muy bueno y me concedió mi deseo", decía Kathryn.
Cuando se instalaron en Florida, Joe empezó a dar clases de gimnasia en
un colegio, y Kathryn de matemáticas en el instituto.
La mejor hermana posible Edwarda fue la primera en venir, antes de Colleen.
Eran muy distintas.
La mayor, tranquila y prudente.
La menor, un terremoto y amante de las emociones fuertes.
Tenían caballos, pero el reparto de tareas lo dice todo sobre el carácter
de ambas: "Ella limpiaba los establos y cepillaba los animales y me
dejaba a mí toda la diversión", recuerda Colleen.
"Era dulce y cariñosa",
continúa, "la hermana más generosa que se podía soñar y mi mejor
amiga".
A finales de 1969 a Edwarda le diagnosticaron diabetes.
Eso no le impidió seguir con sus clases y quería estudiar pediatría.
Pero esas navidades cayó enferma de gripe, y una complicación con la
insulina que le habían diagnosticado le provocó una fuerte reacción.
El 3 de enero de 1970 su padre se
la encontró en su habitación en plena crisis, con las piernas llenas de
nódulos.
La promesa: "Nunca te dejaré" La llevaron inmediatamente al hospital, y el doctor Louis Chaykin, que estaba de guardia, recuerda bien las palabras que Edwarda le dijo a su madre: "Por favor, no me dejes nunca".
"Nunca
te dejaré", fue la respuesta de Kathryn (Kaye, como la
llaman en casa).
Al poco tiempo fallaron los pulmones de la niña, los riñones, el corazón... y al cerebro dejaba de llegar oxígeno.
"Trabajamos con ella durante horas", evoca el médico, que tenía
entonces 35 años: "Conseguimos revertir muchas de las anormalidades
metabólicas, pero el daño en el cerebro era permanente.
Estaba en estado de coma".
Podían haberla llevado a una residencia y la Seguridad Social habría corrido con los gastos: "Pero mamá le había hecho una promesa, y para mis padres, cuando le prometes algo a alguien, lo cumples", dice Colleen.
Así que asumieron los costes y Edwarda, tras unos meses en el hospital, fue
a vivir a casa.
Un hogar transformado Los O´Bara acondicionaron su hogar para mantener cuidada a su hija de la mañana a la noche, con alimentación a intervalos de dos horas, lo que incluía las doce, las dos, las cuatro y las seis de la madrugada.
Siempre a golpe de alarma del reloj.
El doctor Chaykin quiso ayudar y se ofreció a tratarla
gratuitamente: "Sabiendo lo que costaba mantenerla,
jamás habría aceptado dinero".
Las exigencias del cuidado a Edwarda pasaron factura a sus padres.
Kaye empezó a padecer artritis por los esfuerzos físicos que realizaba.
En 1982 padeció un infarto y estuvo diez días
hospitalizada.
Era la primera vez que se separaba de Edwarda desde el shock diabético
que la había conducido al coma.
Joe, quien había tenido que simultanear tres trabajos para pagar el cuidado de su hija (desde pintor de brocha gorda a mecánico de motores náuticos), había fallecido en 1976, en cierto modo víctima del estrés, pero feliz de haber tenido a su pequeña en casa todo ese tiempo. ¿Milagros? Durante los años siguientes el caso de los O´Bara fue adquiriendo notoriedad.
Personalidades como el presidente Bill Clinton, Jeb
Bush (gobernador de Florida) o el cantante Neil
Diamond visitaron a Edwarda en su casa.
Kaye le escribió a Juan Pablo II y recibió una
respuesta de puño y letra del Papa.
Wayne Dyer, célebre autor de libros de autoayuda, escribió un libro (Una
promesa es una promesa) sobre el amor incondicional de Katrhyn
por Edwarda.
Y como se corrió la voz de que en torno a aquella mujer en coma sucedían milagros, y era conocida la devoción mariana de Kaye, muchas personas cruzaron el globo para tocarla.
El doctor Chaykin ni afirma ni niega, pero dice que algunas de las cosas
que vio no admiten explicación médica.
Tres balazos contra Edwarda y su madre Pero no todo fueron consuelos.
Grupos partidarios de la eutanasia telefonearon en 1981 al domicilio de los O´Bara para
instarles a que la dejaran morir.
El 26 de diciembre de ese año, un comunicante anónimo les amenazó con
sacarla él mismo de "su miseria".
Horas después la casa era tiroteada, aunque
nadie resultó herido con los tres impactos de bala recibidos.
El mismo Chaykin llegó a dudar, sobre todo a raíz de la muerte de Joe y de la difícil situación en la que quedaba la familia, si habría hecho bien conservándola viva.
Pero luego fue cambiando de opinión: "Me quedé impresionado por la
dedicación y el amor de su madre.
Con el paso de los años pensé que quizás Dios tenía una
razón desconocida para que Edwarda sobreviviese, aunque fuese
en coma".
El premio de cuidar a Edwarda La sensación de "paz y amor" que se percibía en la habitación era consuelo suficiente para las personas que, desde Japón o Australia, acudían a ver a Edwarda y a rezar junto a Kaye. Porque, para Kathryn, cuidar de su hija era "una bendición de Dios", más que el milagro de la curación de su hija, que siempre esperó, como recuerda Charles Whited, periodista del Miami Herald, quien escribió sobre el caso y a quien Kaye le dirigía cartas de vez en cuando. "Uno de estos días Edwarda no superará otra infección", le dijo en una de ellas, "pero incluso así me sentiré feliz por haberla podido cuidar y por todo el amor que la gente le ha demostrado". Las dos palabras de Edwarda Eso fue en 1982.
En agosto de 1983, Kaye escuchó una pequeña palabra de su hija: "Hey".
Ella estaba con unos amigos en la cocina y se precipitaron en la
habitación, donde se la encontraron sonriendo.
Al día siguiente volvió a hacerlo, pero nunca más en los 21 años
siguientes, aunque esa sencilla palabra alimentó la ilusión de la familia
todo ese tiempo: "Ahora ya nada me puede derrotar.
Edwarda habló.
Habló realmente", confesaba su madre.
El mensaje que dejó la familia O´Bara Durante los 38 años que la cuidó, Kaye siempre disfrutó de las visitas a su hija.
"Aquello nunca era un lugar triste", recuerda una de las
personas que la frecuentaban: "Siempre te ibas llevándote
más claras las prioridades, y lo importante que es la familia".
"Dios me dio fuerzas para cuidar de Edwarda enviándome ángeles de todo tipo: famliares, amigos, extraños que acababan siendo amigos...
Dios me dio el regalo de mantener la alegría y ser capaz de ayudar a
otros", reconocía Kaye.
El drama de Edwarda arregló el de Colleen La madre de Edwarda murió en marzo de 2008, a los 80 años de edad, tras 38 años enteros, día tras día, hora tras hora, consagrados a su hija.
La encontraron en el suelo de la habitación.
Siempre había tenido la duda de qué haría Colleen en ese caso, porque sabía que la hermana pequeña no había terminado de comprender los porqués de esa desgracia, a la que se añadió la muerte de su padre cuando tenía 21 años: "Era mi confidente, mi recurso cuando mi madre estaba atareada con Edwarda". Colleen se casó en 1974 y tuvo un hijo en 1976, pero en 1980 se divorció.
Entonces se trasladaron, ella y su hijo, a vivir con su madre.
Pero Colleen se metió en el mundo de las drogas,
llegando a ser sentenciada a nueve meses de prisión a principios de los
noventa.
Pero fue providencial.
"Comprendí que si algo le sucedía a mi madre estando yo entre rejas,
nadie cuidaría de Edwarda.
En prisión cambió mi vida.
Comprendí a dónde pertenecía", recuerda ahora Colleen.
Así que buscó trabajo cerca de la casa familiar y empezó a ayudar a Kaye en los cuidados.
Cuando murió la madre, estaba bien preparada.
Aunque padece esclerosis múltiple, dejó su
trabajo y se las arregló para atender a Edwarda: "Mi madre se preguntaba
si yo sería capaz.
Pero cuando amas a alguien, puedes hacerlo.
Es lo que haces por tu familia".
Y consagró a Edwarda, también día por día, hora por hora, los cinco años
que tardó en morir.
La despedida de la Virgen "Sabía que quería a mi hermana, pero hasta que ha dejado de estar físicamente aquí, no comprendía cuánto me iba a doler.
Siento un agujero en mi estómago, un agujero en mi corazón",
dice.
El 28 de noviembre de este año Edwarda recibió sepultura junto a Kaye y Joe.
Al volver del funeral, Colleen entró en la habitación, dolorosamente
vacía, que había ocupado durante 42 años su hermana mayor, la
dulce y cariñosa niña que cuidaba los establos para que ella sólo se
preocupase de montar a caballo.
En la pantalla de la televisión, recuerda, pudo ver durante unos segundos
una imagen de la Virgen María.
La compañera invisible de Edwarda y de su madre las había reunido al fin
junto a sí en el seno de los justos.
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