Más grande que mi corazón
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La vida es un regalo y una
aventura. Como regalo nos viene dada sin merecerla, como aventura pide tu
protagonismo a cada paso.
Vivir implica mantenerse abierto a continuas
sorpresas y también querer entregarse para que las cosas sucedan.
Al empezar
mi adolescencia comencé a darme cuenta de ambas verdades; fui consciente de
que mis días avanzaban sin detenerse y recuerdo que me propuse tratar de ser
lo más feliz posible en cada momento (Carpe diem!).
Pero pronto
descubrí también que mis mayores deseos y planes de felicidad se quedaban muy
cortitos, que no le llegaban ni a los talones a la invitación que
Alguien “más grande que mi corazón” iba a hacerme, ese “Alguien” que me había
echado el ojo desde siempre…
* * *
El hermano mayor
Soy el mayor de tres hermanos,
modelo 1981. Nacido en Monterrey, así que buena gente.
Óscar, mi primer
amigo, nació cuando yo tenía dos años y medio.
Carlos Andrés, el pilón y el
mejor de los tres, llegó cuando me faltaban dos meses para cumplir diecisiete.
(Además de ellos Dios me quiso regalar una hermana espiritual muy especial,
catorce años después: Bogi).
Mis papás siempre nos han querido mucho, lo
mismo nosotros a ellos y entre los hermanos es habitual manifestarnos un
cariño mutuo muy profundo.
Aunque la economía de casa no ha sido la columna
más segura de la familia, nunca nos faltó nada y sí recuerdo el esfuerzo de
mis papás por darnos una buena educación y una formación basada en los
valores cristianos, con una participación muy asidua en la vida de la
Iglesia.
Rezar e ir a misa eran actividades
familiares que veíamos con mucha naturalidad en nuestra casa, y que
realizábamos de bastante buen agrado.
Mis papás han vivido casi todo su
matrimonio como miembros activos en el Movimiento Familiar Cristiano y puedo
decir que su testimonio no nos pasaba desapercibido.
Agradezco a mis papás
que nos hayan transmitido la fe de un modo tan directo, lo que en mi caso fue
un terreno que Dios aprovechó para sembrar en mi alma la vocación sacerdotal.
Ningún sacerdote en los juegos
De niño me encantaba inventar
juegos y crear historias en las que Óscar y yo poníamos en acción a los cerca
de 100 muñecos que teníamos (a veces pienso si Tolkien no nos robó alguna
historia…).
Ninguna figurilla del cuarto podía quedarse fuera, cada uno tenía
su papel.
En nuestro vasto reparto nunca se nos ocurrió incluir un sacerdote
-aunque no faltaban los sabios que, escondidos en las montañas, daban los
consejos precisos para cambiar los destinos de los hombres-.
El bien y el mal
en sus múltiples manifestaciones estaban presentes detrás de rostros muy
dispares e historias legendarias.
Por encima de todo, la lealtad… y
tras ella, la misericordia
align="left">Entre todos los
valores, tanto en el juego como en mi vida real, mi valor más apreciado fue
siempre la lealtad: en nuestras historias siempre había un personaje que, no
importando por cuántos peligros y enemigos tuviese que atravesar, llegaría
sin falta a prestar su brazo para protegerte.
Con mis amigos sucedía lo
mismo: lo que yo más buscaba en ellos es que fuesen incondicionales, saber
que iban a “estar allí” cuando los necesitaba.
Posiblemente tenía una visión
un tanto idealizada de esta virtud, como si la lealtad fuera incompatible con
la menor sombra de duda o de debilidad humana.
Con el paso del tiempo fui aprendiendo que todos
éramos imperfectos y limitados y, sin embargo, mi corazón seguía buscando a
alguien que me diese esa seguridad de que siempre iba a estar conmigo.
En la
casa teníamos un cuadro muy grande del Sagrado Corazón con una frase que
decía “Amigo que nunca falla”, recuerdo que una vez me quedé mirando ese
mensaje, tratando de asimilarlo y preguntándome seriamente si podía ser
verdad que hubiese un amigo “que nunca falla”.
Todavía como ahora estaba muy
lejos de ser lo que se dice “un santo de altar”, pero en ese momento le pedí
a Dios que lo que Él me prometía si fuese verdad, que Él no me fallara.
Así
lo sentí, y supe que con él sería diferente, que mi corazón no se equivocaba.
La segunda virtud que siempre me atrajo fue la
misericordia: el perdón era para mí algo sagrado, quizá el acto más grande
que un hombre podía tener hacia otro; la gran prueba de la propia calidad
humana.
Y esto también lo encontré en Jesús de un modo infinito: Él era todo
misericordia conmigo porque era todo lealtad. Si yo fallaba, Él permanecía
siempre fiel…
Dejar huella en el mundo, pero ¿cómo?
Mis sueños como adolescente eran ser reportero,
escritor, actor, y director de orquesta o cantante de ópera… casi nada.
Pero
ser sacerdote creo que nunca lo consideré una posibilidad. No me atraía la
popularidad por sí misma, pero sí deseaba dejar “alguna huella” en el mundo,
algo que contara: entregar algo de mí al patrimonio de los hombres antes de
morir, permanecer en “la historia”.
Siempre me han gustado las historias:
leerlas, contarlas, actuarlas, vivirlas… realizar mi papel del mejor modo
posible y salir del escenario cuando me llegara el momento. Pero, ¿cuál era
mi papel?
Tenía delante varias opciones, proyectos… pero aún no se había
presentado el mejor candidato.
Y que eso estuviera pendiente no era un
obstáculo para perseguir la felicidad en mi adolescencia.
Cuando llegó “la plenitud de los tiempos”
Tenía 14 años y era feliz a tope. Hacía lo que
quería y quería lo que hacía, y con eso queda dicho todo.
No me faltaban
amigos y amigas con los cuales compartir muchas alegrías. Felicidad, espíritu
positivo, alegría, mirar adelante: todas estas palabras sirven para describir
mi situación interior durante toda mi vida hasta antes de los quince.
Y lo
que vino después ha sido mucho mejor.
Si me lo hubieran predicho no lo habría
creído, por dos motivos muy fuertes: primero, porque me sentía pleno;
segundo, porque no echaba en falta nada.
¿Es posible estar seguro de la propia vocación a
los 14 años? Por mi propia experiencia puedo decir “sí, completamente”.
Pero
para cada uno Dios tiene su camino: no sólo la edad y el momento, sino el
grado mismo de convencimiento es diverso.
A mí no me dejó la menor duda de
que Dios me llamaba para seguirle de por vida.
Lo que ha pasado en los años
sucesivos ha sido sólo un profundizar y fortalecer la decisión de la primera
vez.
Una invitación inesperada, inofensiva
Un sacerdote legionario a quien conocí y
frecuentaba para hablarle de mis “problemas” de adolescente, el P. Gonzalo
Urquiza, en uno de nuestros encuentros me preguntó directamente si alguna vez
había pensado en ser sacerdote.
La respuesta: “no, nunca”.
“Y si yo te
invitara a conocer un seminario, sólo para conocer, ¿irías?”.
El padre me
caía muy bien, y la actividad me parecía “de bajísimo riesgo”, así que
acepté.
No sólo no tenía nada que perder, sino que estaba convencido de que
tampoco encontraría nada que me llamaría la atención.
Me equivoqué.
Completamente.
Dios juega muy bien
sus cartas y no era posible que yo fuese más listo o que supiese mejor que Él
donde estaba mi felicidad.
Me encantó lo que encontré en el centro vocacional
de León.
Ya sólo llegar me di cuenta que estaba en un lugar especial, pero no
pasaron ni un par de minutos para que la vida de aquel seminario, de sus
seminaristas, comenzara a atraerme la curiosidad.
Lo que más admiré al llegar fue la disciplina, el
orden y la armonía que reinaba por todas partes.
Pero mayor fue mi sorpresa
cuando estuve entre los seminaristas de tercero de secundaria (un año mayores
que yo) y los vi tan felices y tan normales. Todos ellos eran amigos entre
sí, amigos entrañables; con sus diferencias y temperamentos, pero eran muy
amigos: se notaba el aprecio mutuo, la confianza, la alegría con que vivían.
Eran chicos como los de fuera, pero al mismo tiempo yo sentía que eran “muy
especiales” por estar ahí, que eran valientes y de decisiones definidas para
darse a sí mismos la oportunidad de ver si Dios les llamaba.
Lo que encontré
me gusto demasiado… otra cosa a lo que había imaginado.
Terminé la cena con
el propósito de cursar el próximo año en el CV de León.
Pero Dios aún quería
darme un mensaje más claro, un regalo más grande.
La llamada, camuflada en un cuadro pero
fulminante
Dios llama de verdad.
Eso quiere decir que
escuchas su voz, que percibes con claridad que te ha elegido a ti y no al
tipo de al lado, que la invitación va con tu nombre y es de ti quien espera
la respuesta.
Si Dios llama a alguien es imposible que el interesado “no se
entere”… o éste está muy distraído o Dios lo haría francamente mal.
El modo de esta llamada es muy diverso: puede ser
en medio de “grandes momentos” de película o sumergido en la cotidianidad.
Pero es un suceso identificable, y dentro de su sencillez será siempre un
momento “grande”: porque ahí se une lo humano con lo divino, lo pasajero con
lo eterno, la tierra con el cielo.
En mi caso me vino acostado, aunque no en sueños.
Después de la cena de bienvenida los seminaristas se fueron a sus oraciones
de la noche y los muchachos de la convivencia tuvimos juegos nocturnos en el
jardín, para cansarnos…
Ya en el dormitorio, me quedé mirando un cuadro que
estaba en la pared antes de que apagaran la luz.
No era nada extraordinario,
pero lo que vi ahí cambió mi vida por completo.
La fotografía presentaba la
ladera de una montaña nevada, en lo alto.
La blanca extensión dominaba la
escena y por encima de ella se veía el cielo.
Eso era todo lo que había.
Pero
yo “me vi a mí mismo” en la imagen.
Era yo, mayor, vestido de negro y de
largo.
Yo en sotana, que subía por esos duros caminos porque sabía que era
sacerdote y que iba a encontrarme con un enfermo que me había llamado antes
de morir.
¿Ensueño, premonición?
Para mí fue la llamada de Dios.
Y respondí “sí”.
No sólo lo dije en mi interior, lo pronuncié con fuerza y recuerdo que lo
escuché.
Después de eso, me dormí muy feliz.
“He estado en el cielo, ¿me dejas volver?”
Así de sencillo pasó todo.
Una imaginación de un
adolescente, de eso se valió Dios para hacerme la invitación a seguirlo de
por vida.
El hecho en sí lo descubrí cinco años más tarde, como fruto de una
oración en la que precisamente le pedí a Dios que me permitiera redescubrir
el momento concreto y puntual en que me eligió.
No me cabe la menor duda de
que así fue, porque al redescubrirlo lo recordé con sus pormenores.
Cosas de
Dios…
Pero en aquellos días de enero, aunque no fuera tan consciente de lo
que había pasado sí recuerdo que estaba completamente convencido de que Dios
me había llamado y que me había escogido para estar con Él para siempre.
Escogido, con Él, para siempre.
Estas tres ideas siempre las he tenido muy
claras en mi corazón.
Desde luego ha habido dificultades en este camino o
momentos en que otras opciones han podido distraerme; pero dudas, en mi caso,
ninguna.
Yo quería quedarme en León desde el día en que
llegué.
El sacerdote que me llevó de visita me explicó que así no se
manejaban estos asuntos, que qué iban a pensar mis papás…
Evidentemente, tuve
que volver a casa.
Pero la primera cosa que le dije a mi mamá cuando la vi
fue “Mamá, fui de visita al cielo.
¿Me dejas volver?”.
Fue una sorpresa muy
grande para mis papás verme tan entusiasmado, porque no hablaba de otra cosa
y no quería sino volver y hacerme apostólico de la Legión de Cristo para
seguir a Jesús que me había llamado.
Mis papás supieron reconocer la acción de Dios en
mi vida, confiaron en Él y me apoyaron completamente; lo mismo puedo decir de
mis familiares y de la casi totalidad de mis amigos.
Siempre han estado conmigo
y me han acompañado espiritualmente en este camino de más de 16 años.
Camino
que volvería a tomar mil veces, porque nada de “lo que pude haber hecho” en
este tiempo puede compararse con la alegría de seguir a Jesucristo, con el
privilegio de ser de los suyos.
El amor de mi vida, Jesucristo; mi camino, la
Legión
¿Qué es lo más valioso que he aprendido en la
Legión?
Siempre diré lo mismo: conocer personalmente a Jesucristo, hacer la
experiencia de su amor particular hacia mí, conocerlo como el Amigo real,
verdadero, que está a mi lado en todo momento.
Cada persona tiene su camino
para conseguir esto, que es la meta más alta de la vida: yo lo recibí en la
Legión de Cristo.
Soy feliz como legionario de Cristo y me siento orgulloso
de mi vocación y de pertenecer a esta familia tan querida y probada por Dios.
El deseo más grande de mi alma es encontrarme con
Jesucristo al final de mis días y darle un abrazo entrañable, agradecerle
todo su amor a mí, y escuchar en su pecho los latidos de ese Corazón “más
grande que mi corazón”.
Descubrir esto ha sido lo más maravilloso que he
experimentado en esta vida… y creo que la que viene será aún mejor.
El P. Vicente David Yanes Cuevas nació
en Monterrey, Nuevo León (México), el 10 de junio de 1981.
Ingresó al
seminario menor de los legionarios de Cristo en julio de 1996 en la ciudad de
León.
En 1998 ingresó al noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey
(México).
Terminó sus estudios de bachillerato y estudió el bienio de
humanidades clásicas en Salamanca (España).
Realizó los estudios de filosofía
(licencia) y teología (bachillerato) en el Ateneo Pontificio Regina
Apostolorum de Roma.
Realizó sus prácticas apostólicas como formador de los
novicios en el centro de noviciado de Santa María de la Montaña.
un
año como miembro de la secretaría general de la Legión de Cristo.
Durante
cuatro años fue formador de estudiantes de filosofía y teología en el centro
de estudios superiores de los legionarios de Cristo en Roma.
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FECHA DE PUBLICACIÓN: 2012-12-03
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lunes, 31 de diciembre de 2012
Testimonio vocacional del Padre Vicente David Yanes Cuevas LC
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