El milagro del fecundo encuentro de dos mundos antagónicos
El México actual es hijo de encuentros dramáticos de mundos antiguos muy diversos, aparentemente inconciliables acontecidos a partir del siglo XVI. Cuando se encuentran, se enfrentan con violencia al principio; luego se acabarán abrazando y generando una nueva vida.
Salvador de Madariaga describió, en su vida de Hernán Cortés, la dramaticidad de aquel encuentro, representado por Moctezuma y Cortés el 8 de noviembre de 1519: «Eran las dos puntas de lanza de dos civilizaciones mutuamente extrañas, frente a frente por primera vez después de siglos enteros de historia separada.
Tras de cada uno de aquellos dos hombres, se extendía un mundo de espíritu humano apartado del otro mucho más hondamente que por el mero accidente del lenguaje, viviendo, pensando, esperando, tejiéndose en la trama del tiempo y del espacio por hilos de vidas y de muertes individuales en diseños tan diferentes de los diseños del otro como si hubiesen encarnado en planetas diferentes del vasto cielo que sobre ambos se extendía.
Nada tenían en común salvo la carne…»
En aquellas miradas dramáticas, comienzo de una historia difícil y atormentada, iba a nacer el México moderno, y, a partir de él, todo el mundo cultural de lo que hoy llamamos Iberoamérica.
Por ello, hemos titulado uno de los ensayos históricos consagrados al tema: Guadalupe, pulso y corazón de un pueblo.
El Acontecimiento guadalupano, cimiento de la fe y de la cultura americana (Ediciones Encuentro, Madrid 2004).
La llegada de aquellos españoles a las nuevas tierras descubiertas hacía pensar a muchos que la evangelización de los habitantes de aquellos lugares resultaría sin dificultad, al considerar que los indígenas eran personas simples. Sin embargo, la realidad era muy distinta: lo que parecía una conquista fácil se convertiría en un duro proceso, como escribía en 1590 el misionero jesuita padre José de Acosta: «No piense nadie que, diciendo indios, ha de entenderse hombres tronchos; y si no llegue y pruebe. Atribúyase la gloria a quien se debe, que es principalmente a Dios y a su admirable disposición, que si Moctezuma en México y el Inca en el Perú, se pusieran a resistir a los españoles la entrada, poca parte fuera Cortés, ni Pizarro, aunque fueron excelentes capitanes, para hacer pie en la tierra».
La gracia suplió las carencias
Es necesario asomarse a ese complejo mundo antiguo, rico en sus culturas y lleno de contrastes, para acercarse al momento de la conquista y entender algo más la formación, no solamente de México, sino de todo Iberoamérica y la parte que en ella tuvo el acontecimiento guadalupano desde sus comienzos.
Étnica y culturalmente, la Iberoamérica de hoy ya no coincide con aquellos mundos antiguos:
¿cómo se ha formado su temperamento cultural mestizo actual? Sus raíces antiguas se mezclaron con otras más recientes. Esas raíces se ahondan en un acontecimiento de gracia que es lo que la ha configurado.
Las turbulencias de la conquista en el siglo XVI de ningún modo habrían podido permitir la posibilidad de un encuentro. Pero las carencias históricas fueron rebasadas por el poder misterioso de la gracia divina.
La preparación al Bautismo en los indios recién bautizados en realidad no tuvo que ser mucha; lo que sí se sabe es que su adhesión a la fe cristiana fue sincera. Ello les llevó a rechazar algunas costumbres de su religión ancestral, que para todo indio era la raíz de la vida.
No todo en su antigua religión era despreciable; poseían un profundo sentido religioso, el ansia de felicidad y de vida, y no pocos valores naturales, como el amor a Dios sobre todas las cosas, el respeto por el prójimo, la sobriedad y la templanza, el sentido del sacrificio, el control de la agresividad e incluso la disponibilidad a entregar la vida en servicio de Dios.
El indígena también podía descubrir que la religión cristiana le ofrecía la total cercanía de Dios, no de manera sólo alegórica por medio de flores y cantos, o de los sacrificios humanos para alimentar la fecundidad y la vida del cosmos.
Un nuevo cristiano podía descubrir las desviaciones de su antigua religión, como la poligamia, las borracheras y una abultada lista de degradaciones humanas.
No se puede callar el conflicto que la ruptura con sus antiguas tradiciones religiosas traía consigo para un indígena cristiano nuevo.
Romper con el pasado significaba romper con su historia y el sacrificio de toda su cultura, su religión y su historia. ¿Era esto posible sin más?
El acontecimiento guadalupano constituye un ejemplo cumplido de lo que hoy se ha dado en llamar inculturación, pero que hace cinco siglos era impensable por el antagonismo que existía entre aquellos dos mundos. Dos visiones religiosas y culturales imposibleshumanamente de reconciliar; pero, además, la violencia del contraste hundía todo puente posible entre los dos. Y, sin embargo, se encontraron.
La imagen impresa en la tilma (manta) del indio Juan Diego Cuauhtlatoatzin, hace cinco siglos, sigue en su lugar, y algunos de sus aspectos siguen siendo todavía un reto.
A esto se refiere el cardenal arzobispo de México, cuando muy certeramente se pregunta, en una de sus cartas: «¿Cómo podríamos existir nosotros si su amor de Madre no hubiera reconciliado y unido el antagonismo de nuestros padres españoles e indios? ¿Cómo hubieran podido nuestros ancestros indios aceptar a Cristo, si ella no les hubiera complementado lo que les predicaban los misioneros, explicándoles en forma magistralmente adaptada a su mente y cultura?»
Los dos pulmones de la fe
En este mundo estaban presentes el sentido religioso y las semillas del Evangelio a pesar de las confusiones y las nieblas de las expresiones religiosas. Cuando llegó el momento oportuno, a principios del siglo XVI, el Verbo encarnado se hizo presente a través.
Dos mundos irreconciliables se abrazaron gracias al milagro de Guadalupe. Nació así lo que hoy llamamos Iberoamérica, como describe en este artículo el padre comboniano español Fidel González, catedrático de Historia en las Pontificias Universidades Urbaniana y Gregoriana de Roma.
Recién nombrado por el Papa consultor del Consejo Pontificio de la Cultura (ya lo era de las Congregaciones de las Causas de los Santos y para la Evangelización de los Pueblos), fue Postulador de la Causa de san Juan Diego de cristianos de a pie y de misioneros, todos ellos cristianos pecadores, como dirán algunos historiadores modernos al hablar del espíritu que les animaba; el resultado final fue la plena incorporación de los indios a la fe cristiana.
Y aquí hay que hacer una referencia necesaria al otro aspecto de la nueva sangre del pueblo iberoamericano.
La autoconciencia fundamental de conquistadores y misioneros de la primera hora estaba radicada en su fe cristiana. Esta experiencia amalgamaba en ellos su fe convencida con sus deficiencias notables, y al mismo tiempo les daba una especie de conciencia casi mesiánica universal.
Se habla de que el mundo católico iberoamericano respira con dos pulmones. El primer pulmón es la profunda presencia de Cristo en los misterios de su vida (desde el Nacimiento a la Pascua).
El otro pulmón es el mariano, que en cada país se colorea de un rostro devocional concreto de María, pero donde refulge sobre todos el de Maria de Guadalupe, que como escriben los obispos latinoamericanos reunidos en Puebla (1979), «es el Evangelio, encarnado en nuestros pueblos, lo que los congrega en una originalidad histórica cultural que llamamos América Latina.
Esa identidad se simboliza muy luminosamente en el rostro mestizo de María de Guadalupe, que se yergue al inicio de la evangelización».
Ante la situación dramática señalada, sucede el milagro del encuentro que, como escribirá Fray Toribio de Benavente Motolinía, uno de los frailes franciscanos misioneros, en una famosa carta a Carlos V, veía humanamente imposible, si no intervenía Santa María.
Sucedió el milagro con el acontecimiento guadalupano. «El embajador de Santa María de Guadalupe», como lo llama el documento indígena fundamental, el Nican Mopohua, fue el indio Juan Diego Cuauhtlatoatzin.
Pertenecía étnicamente a aquel viejo mundo, pero por el Bautismo formaba ya parte de una nueva historia de salvación. Aquellos dos mundos se reconocerán en aquel rostro humano de María, imagen y madre de la Iglesia. Este aspecto fue subrayado por Juan Pablo II al canonizar a Juan Diego y declarar a la Virgen de Guadalupe Patrona del continente americano.
La importancia del acontecimiento guadalupano, incluso en la gestación de la identidad mexicana, lo reconocía ya en el siglo XIX uno de los padres del liberalismo mexicano,Ignacio Manuel Altamirano: «En la Virgen de Guadalupe están acordes no sólo todas las razas que habitan el suelo mexicano, sino lo que es más sorprendente, todos los partidos que han ensangrentado el país, por espacio de medio siglo. En casos desesperados, el culto a la Virgen mexicana es el único vínculo que los une.
Allí son igualados todos, mestizos e indios, aristócratas y plebeyos, pobres y ricos, conservadores y liberales.
El obispo español Zumárraga y el indio Juan Diego comulgaron juntos en el banquete social, con motivo de la Aparición, arrodillados ante la Virgen en la misma grada. En cada mexicano existe siempre una dosis más o menos grande de Juan Diego».
El acontecimiento cristiano
En la Ciudad de México, en la Plaza de las Tres Culturas, hay una lápida que reza así: «El 13 de agosto de 1521, heroicamente defendido por Cuauhtemoc, cayó Tlatelolco en poder de Hernán Cortés. No fue triunfo ni derrota.
Fue doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy». Esta lápida colocada allí por un Gobierno liberal constata el hecho, aunque no explica lo que hizo posible aquel nacimiento: el acontecimiento cristiano.
Como ha escrito el historiador mexicano José de Vasconcelos, hay que mirar al mestizaje no como un simple fenómeno biológico, sino como un fenómeno cultural. Y bien en el fondo de este hecho cultural encontramos «algo que le da profunda unidad y es el substrato católico», del que hablan los obispos latinoamericanos.
Esta afirmación en Puebla nos indica, en el acontecimiento guadalupano, el acta de nacimiento del catolicismo iberoamericano.
La Virgen de Guadalupe es un temprano signo de la finura y de la fuerza del mestizaje cultural creado por el catolicismo.
El gran milagro es que esta conciencia de pertenencia católica haya llegado hasta hoy a lo
largo de los siglos superando las numerosas peripecias, con frecuencia dramáticas, de su
historia. En el caso de México, ni los conflictos internos de su historia, ni las represiones
sangrientas contra la Iglesia ni las agresiones exteriores han podido extirpar tal conciencia
católica.
De estas raíces nace el temperamento católico iberoamericano que se ha fraguado en este marco y con esta tierra, con sus luces y sus sombras, su religiosidad y su pasión, sus virtudes y sus contradicciones. Porque, aunque el milagro Guadalupano reconcilió a indios y españoles, sin embargo no convirtió a ninguno de los dos en santos ni en sabios; la gracia no violenta la naturaleza, o la libertad de la persona.
Fidel González Fernández, mccj
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