Hablar de Iglesia y derechos humanos –desde
la Declaración de 1789- significa afrontar el nudo de la relación de esta
institución con la modernidad.
Lo tiene muy presente Daniele Menozzi, que
recorre con gran atención las posiciones tomadas sobre la cuestión por la
jerarquía eclesiástica en el libro Chiesa e diritti umani (il Mulino),
consciente de que sobre este tema se ha abierto desde el inicio un debate.
Los Papas del siglo XIX condenaron la
Declaración en cuanto que la veían, con buenas razones, como «un camino de
emancipación de la institución civil de la dirección de la Iglesia sobre la
sociedad». En pocas palabras, pensaban que los derechos de los seres humanos,
necesariamente mudables, se oponían a los de Dios, fundados en la verdad y por
tanto eternos, de los que era depositaria la Iglesia.
Pero las vejaciones políticas y económicas a
las que muchos regímenes laicos habían sometido a la Iglesia impusieron pronto
una mayor ductilidad: los derechos comenzaron a ser invocados para obtener la
libertad religiosa y de enseñanza. Pero el viraje teórico fundamental es el de
León XIII, que abre a los derechos económico-sociales, pero también a la idea
de que los derechos humanos son positivos,
porque dependen de la ley natural querida por Dios, custodiada por la Iglesia.
El objetivo propuesto a los católicos, sin
embargo, no es la realización de los derechos, sino la realización, incluso en
el ámbito social, del reino de Cristo, proyecto que por desgracia va acompañado
a menudo por posiciones hostiles respecto de los judíos, para los que se pide
sí la suspensión de toda violencia, pero no la igualdad. Un conflicto entre
verdad y libertad, por consiguiente, que de hecho cae ante las grandes
dictaduras. Estas hacen redescubrir a los opositores católicos –como el obispo
Clemens August von Galen- la importancia de los derechos humanos. Pero es
también su desprecio por parte de las mismas dictaduras ateas lo que contribuye
a reforzar, en la cultura católica, la idea de que sólo la fundación
trascendente de la persona da la posibilidad de atribuir al hombre el valor
absoluto que está en la base de los derechos. Y lo vemos –pero Menozzi no lo
nota- ya en la condena de la eugenesia, contenida en la encíclica Casti
connubii (1930), única entre las voces autorizadas de esa época.
Las posiciones católicas a favor de los
derechos humanos –la más notable fue sin duda la de Jacques Maritain- se
multiplican durante y después de la segunda guerra mundial, y desempeñarán un
papel no secundario en la redacción de la Carta de 1948. Pero el verdadero
escollo a la aceptación total por parte de la Iglesia es la libertad de
conciencia, que sólo será aceptada por Juan XXIII con la encíclica Pacem in
terris (1963): los derechos humanos
se aprecian en ella como una «etapa de acercamiento», válida a nivel
planetario, al «modelo ideal de organización de la sociedad civil» propuesto
por los católicos.
Desde ese momento, también gracias a la
aportación decisiva de Pablo VI, la Iglesia sostiene con sinceridad los
derechos humanos, considerados «punto de
referencia esencial para tutelar la dignidad de la persona». Menozzi, sin
embargo, reprocha a Juan Pablo II y a Benedicto XVI una involución
eclesiocéntrica testimoniada, según él, por el recurso cada vez más fuerte a la
ley natural, de la que sólo la Iglesia es intérprete. Acusada en definitiva de
falta de actualización y por tanto de un «invasivo regreso (…) a la ley natural
en perjuicio de los derechos humanos».
El historiador olvida que, en estos años,
precisamente los derechos humanos han cambiado, abriéndose a una extensión sin
límites de la libertad individual, comenzando por los así llamados derechos reproductivos,
que comprenden también el aborto. Ampliación en la que la Iglesia ve una
violación del primer derecho, el derecho a la vida. Esta presunta involución,
por consiguiente, depende de razones perfectamente comprensibles.
Muy polémico es también Menozzi hacia una
reconstrucción histórica, que considera apologética -el estudioso define de
este modo cualquier posición no crítica- , que ve a los católicos, incluido
Benedicto XVI, atribuir la génesis de los derechos a la tradición cristiana.
Olvidando que esta tesis ya la sostuvieron intelectuales que difícilmente
pueden considerarse apologetas, desde Alexis de Tocqueville hasta Marcel
Gauchet.
Lucetta Scaraffia
15 de junio de 2012
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