miércoles, 28 de diciembre de 2011

Cuando Lincoln pidió capellanes John Ireland dio un paso al frente

Muchos católicos hicieron toda la guerra civil sin ver a un solo sacerdote. Había un hueco que cubrir.
Actualizado 11 diciembre 2011

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El 150º aniversario de la guerra civil norteamericana (1861-1865) está sacando a la luz muchas historias de aquel conflicto que partió al país en Norte y Sur y enfrentó dos visiones de la vida y de la nación.

Algunas tienen que ver con la Iglesia católica, minoritaria y casi perseguida entonces en Estados Unidos, donde se vinculaba en buena medida a la inmigración irlandesa.

Era el caso de John Ireland (1838-1918), no sólo por apellido, sino por nacimiento, aunque llegó pronto a Minnesota, donde fue ordenado sacerdote a los 23 años tras haber cursado en Francia sus estudios como seminarista.

Sólo unos meses después, ya desatado el conflicto entre la Unión y la Confederación, Abraham Lincoln pidió capellanes para los hospitales que se llenaban de heridos y mutilados. Sólo dieron el paso 22, pero el padre Ireland fue uno de ellos y quedó adscrito al 5º Regimiento de Minnesota, con asiento en Mississippi. Por aquel entonces, entre católicos y protestantes, sólo había 472 capellanes.
Ni un cura con quien confesar

De hecho, muchos de los soldados católicos que hicieron la guerra en ambos bandos pasaron los cinco años sin ver un sacerdote. Había que cubrir ese hueco, y eso sirvió por ejemplo para la buena muerte de un joven a quien atendió el 4 de octubre de 1862 tras la Batalla de Corinth. Apenas había ido a misa en su vida, pero a los 9 años le había prometido a su madre rezar a diario un avemaría, y lo había cumplido. Sintiéndose morir, pidió los sacramentos y tuvo la suerte de que el padre Ireland estaba cerca para administrárselos, poco antes de morir.

El mismo Ireland contó estas y otras experiencias en sus memorias, escritas ya como obispo. Apenas se movió de la diócesis de Saint Paul (Minnesota), de la que fue obispo auxiliar primero, obispo titular después, y arzobispo cuando se le asignaron diócesis sufragáneas. En total, casi 53 años al frente de los católicos entre los que había iniciado su ministerio.

Sus recuerdos datan de 1892, están escritos en tercera persona y cuentan datos interesantes de cómo vivieron los católicos la guerra de secesión, algunos de los cuales los ha recogido Nikki Rajala para The Catholic Spirit.

Afirmaba el ya obispo, por ejemplo, que los regimientos donde no había capellán se hacían pronto indiferentes ante la religión, por lo cual su principal misión era celebrar misa los domingos y decir pequeñas homilías de campaña.

Para visitar a los heridos tenía que recorrer campo a través hasta cuarenta kilómetros, y de hospital en hospital se encontraba tanto heridos como enfermos de tifus o malaria.
Devotos, moribundos y solitarios

Pero algunos eran verdaderos devotos. En Tennessee se encontró a un soldado enfermo que desde hacía dos años, a pesar de las exigencias del combate y de su misma enfermedad, los viernes sólo comía agua y unas galletas.

Según cuenta Ireland, las confesiones en los regimientos se disparaban cuando había rumores de una próxima batalla. Antes de la de Iuka (Mississippi), por ejemplo, en septiembre de 1862, se pasó toda una noche escuchando a los soldados debajo de un árbol, tanto católicos que pedían perdón por sus pecados, como no católicos que querían ser recibidos en la Iglesia.

Narra también casos terribles. "En cierta ocasión, un oficial estaba muriendo por un disparo en la cara. No paraba de sangrar. Pidió un papel y escribió la palabra ´capellán´. Un soldado vino a buscarme con el papel ensangrentado en las manos. Acudo a toda prisa. El hombre estaba aún consciente, pero moriría rápido.

´Hábleme de Jesús´, me dijo. Estaba ya bautizado. No había tiempo de hablar de la Iglesia. Le hablé del Salvador y del perdón de los pecados. El recuerdo de esa escena jamás se ha borrado de mi mente. No dudé de la salvación de su alma".
Sin temor a la viruela

El padre Ireland recorrió cuatro estados (Mississippi, Tennessee, Arkansas y Louis­iana) padeciendo las mismas privaciones que los soldados.

En 1891 hubo una reunión de veteranos del regimiento. Para entonces él ya era obispo. Se encontró con dos soldados a quienes no había visto desde la guerra, y que le saludaron con gran afecto. Juntos evocaron aquellos tiempos. A uno de los soldados, enfermo de viruela, le habían dejado aislado en una tienda, con otro soldado a su cuidado, lejos del campamento, para evitar contagios. Estuvieron solos durante días, aburridos, con el ánimo cada vez más bajo... de no ser por las visitas de un (entonces) joven capellán, que jamás les falló. "Ambos eran protestantes", recordaba monseñor Ireland.

Quien no dudó en cerrar así sus recuerdos: "Mis años como capellán fueron los más felices y fructíferos años de mi ministerio".



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