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El privilegio de ser madre
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Las primeras en enterarse de que hay alguien
que viene en camino son ellas.
Cada vida inicia cerca del corazón de una
mujer, y allí seguirá adelante, si no ocurre nada malo, durante nueve
meses.
El diálogo que se establece entre madre e hijo
es íntimo, profundo, misterioso.
El embrión no se dedica sólo a “parasitar” y
tomar alimentos del útero que acoge la nueva vida.
Algunas células del hijo circulan en el cuerpo
de la madre, y algunas células de la madre pasan al hijo.
Entre los dos se combinan ciertas hormonas que
ayudan a que todo siga el camino ordinario que llevará, al final, a ese
momento misterioso, dramático y, casi siempre, gozoso, del parto.
Durante el embarazo el esposo no es un satélite ajeno ni un estorbo incómodo.
Su cercanía y su cariño hacen más fáciles los cansancios y las reacciones
que sufre la esposa que empieza a ser madre. Además, cuando el feto empieza
a oír en el mundo del líquido amniótico, llega a identificar los ruidos del
exterior, también la voz de su padre. El hecho de que los papás hablen
largos ratos con afecto y con esperanza deja una huella, todavía por
estudiar en su misterio, en la psicología de ese feto que sigue su
crecimiento día a día. El cariño de la esposa, por su parte, permite al esposo
sintonizar con el misterio de ese hijo que está ahí, muy escondido al
inicio, después cada vez más visible a través del crecimiento de la
panza...
Cuando el niño nace, también la mujer es la única que puede ofrecer el
mejor alimento: la leche materna. Desde el punto de vista médico y
dietético, el dar de pecho conlleva muchos beneficios para el niño y para
la madre. Desde el punto de vista psicológico, el niño aprende, antes,
durante o después de succionar del pecho de su madre, a mirar a la cara, a
descubrir unos ojos que penetran llenos de cariño, quizá a veces un poco
cansados, pero siempre (o casi siempre) disponibles.
Las que mejor saben tratarlo cuando llora, cuando pide algo que no acaba de
ser claro, cuando muestra indiferencia o sueño, o cuando dibuja una sonrisa
contagiosa y fresca son las mujeres.
Las
madres, se dice, tienen un “sexto sentido” con el que perciben mucho de lo
que escapa con frecuencia a los ojos del nuevo papá.
Ser madre no termina con las primeras semanas ni los primeros meses. El
hijo ha quedado marcado de un modo muy profundo por esos primeros contactos
que se establecen con la mujer, con la madre. A la vez, el papel del padre
en la tarea educativa va aumentando con el pasar de los meses. En algunas
situaciones llega a dedicar al hijo igual o mayor tiempo que el que dedica
la madre (sobre todo si ella trabaja fuera del hogar). El niño, entonces,
aprende a amar con el mismo cariño a los dos. Pero llegará el día en el que
tome conciencia de lo que significó, en el camino de su vida, esa etapa
inicial antes del nacimiento y esos primeros meses en los que todo es mucha
esperanza y no pocos momentos de temor o de angustia.
Hablar de la maternidad es hablar de un privilegio de la mujer. La
paternidad, ciertamente, resulta fundamental para que se inicie una vida
humana. Pero un padre no podrá sentir en profundidad lo que significa tener
al hijo allí, “dentro”. Ese hijo que inició tan débil y tan dependiente que
sólo el amor pudo sostenerlo durante el tiempo de embarazo.
Así hemos nacido, hasta ahora, los más de 6 mil millones de habitantes de
la tierra. Quizá algún día se inventen úteros artificiales o incubadoras de
embriones. Tal vez, incluso, lleguen a ser tan perfectos como el sistema
biológico que sólo la mujer posee para abrirse a cada vida humana que
empieza su aventura. Pero incluso así nadie podrá quitar la importancia y
la belleza de ese diálogo inicial entre la madre y el hijo que tanto nos ha
ayudado a todos a decir, ya desde los primeros momentos: vale la pena vivir
porque hay alguien que me conoce y me ama así, como soy, sin condiciones...
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