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P.
Raúl de Praga González Sánchez L.C.
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La familia que Dios me regaló
Nací el 24 de agosto de 1979 en la ciudad
de Querétaro, Querétaro (México). Recibí el bautismo nueve días después, el 2
de septiembre, en la parroquia del Sagrado Corazón. Soy el mayor de tres
hermanos. Agradezco infinitamente a Dios el haberme concedido una familia muy
buena y cristiana.
Recuerdo con especial cariño los
domingos en familia: después de participar en la misa en la parroquia,
salíamos al campo a comer o a visitar algún lugar cercano, como Amealco,
Bernal o Tequisquiapan. Por las tardes, regresábamos a la ciudad para visitar
a mis abuelitos maternos, donde convivíamos con el resto de la familia, los
tíos y los primos.
Al volver a casa, algunas veces rezábamos el rosario en
familia. A mi papá le encantaba la música, y así alegraba la casa tocando la
guitarra y cantando.
Los cuartos domingos de cada mes participábamos en una
oración al Santo Niño Jesús de Praga, en la iglesia de nuestra Señora del
Carmen, donde asistían muchas otras familias con sus hijos. Eran momentos muy
hermosos que fortalecían la unidad familiar y nos hacían vivir el domingo
como un día lleno de alegría cristiana.
Entre semana, con cierta frecuencia
iba a trabajar con mi papá en el negocio familiar que tenía: una papelería.
El trabajo era muy variado: desde atender a las personas en el mostrador, al
trabajo en la bodega, donde se surtían pedidos más grandes, y también al
trabajo en la oficina.
Estos trabajos sencillos, que a la vez requerían
paciencia y esfuerzo, fueron una escuela de virtudes.
Los misioneros que irradiaban
alegría
Casi todos los sábados visitábamos
a mi abuelita paterna.
Después de la comida familiar, los primos jugábamos
fútbol en un patio trasero de la casa.
Había ahí un cuarto con un librero
grande y cerrado con llave. Un día pedí la llave a mi abuelita para ver
aquellos libros.
En una segunda fila de libros encontré unos folletos que me
llamaron la atención. Eran unas revistas llamadas «Vidas ejemplares» que
presentaban la vida de los santos en forma de historieta.
Pedí prestado a mi
abuelita un ejemplar para leerlo durante la semana. El siguiente sábado le
pedí otro.
Y así, semana a semana, fui leyendo poco a poco las vidas de
aquellos santos.
Además de estas lecturas, siempre
me animaron mucho también dos revistas que recibíamos en casa: «Esquila
Misional», de los Misioneros Combonianos, y «Almas» de los Misioneros de
Guadalupe.
Más que los textos, que raramente leía, me impactaban las
fotografías de aquellos misioneros, principalmente en África y Asia, donde
aparecían tan felices y rodeados de personas que también irradiaban alegría.
Junto
con las vidas de los santos, estas lecturas empezaron a despertar en mi alma,
casi sin darme cuenta, el
amor a la vocación sacerdotal y a
las almas.
Dios tiene una misión para mí
Hacia el final del primer año de
secundaria sufrí un accidente automovilístico. Después de recibir un impacto
de otro coche, el nuestro comenzó a dar vueltas sobre la carretera, cruzó el
otro carril y terminó al borde del camino. Iba solamente con mi mamá, quien
acababa de recogerme de la escuela. Gracias a Dios, nosotros sólo sufrimos
algunos golpes, pero el coche resultó completamente inutilizable.
Años más
tarde, en un aniversario de ese accidente, un compañero del colegio tuvo un
percance similar y falleció. Recuerdo el dolor y la tristeza de muchos en la
escuela cuando nos enteramos de lo ocurrido.
Este hecho me hizo reflexionar
mucho en la fragilidad de mi vida y que, si estoy aquí, es porque Dios tiene
una misión para mí.
Una Madre muy cercana
Cada año, el colegio organizaba una
peregrinación a algún santuario de la Santísima Virgen.
«Todo a Jesús por
María, y todo a María para Jesús», era el lema de san Marcelino Champagnat,
fundador de los maristas, que repetíamos constantemente en la escuela, y que
veía hecha vida en las palabras y ejemplo de los religiosos, que hablaban de
María siempre con mucho cariño.
Con mis papás, en diversos momentos también
visitábamos algunas iglesias dedicadas a la Santísima Virgen, como el de
nuestra Señora del Pueblito y el de nuestra Señora de los Dolores de Soriano.
Cuando crecí, iba muchas veces a rezar al santuario de Schoensttat, en las
afueras de la ciudad, para pedir luz en mi camino de discernimiento
vocacional.
Recuerdo que todos estos momentos me llenaban de una profunda
alegría, pues gracias al testimonio de los maristas y de tantas otras
personas veía a María como una Madre muy cercana y atenta a nuestras
necesidades, como alguien a quien podía acudir en cualquier momento y estar
seguro de que me sacaría adelante y me llevaría más a Dios.
La confianza de un sacerdote
Desde pequeño, tuve la gracia de
conocer muy de cerca a mi párroco, el Padre Gustavo Sanmartín.
Cuando yo
tenía 12 años, nos invitó a la familia a colaborar con el coro en una de las
misas dominicales.
Me pusieron a ayudar con el órgano, pues podía tocar el
teclado ya que había estudiado un poco de piano.
Esta confianza por parte del
párroco fue muy importante para mí. Me edificaba mucho también su cercanía
con todos, su alegría, su fervor en la liturgia, especialmente en la Semana
santa; también su exigencia y su iniciativa para llevar adelante la
construcción de la iglesia parroquial durante tantos años.
Descubrir a Cristo en el «basurero»
El paso de la secundaria a la
preparatoria no fue fácil para mí.
Entre otras cosas, a todos los estudiantes
de preparatoria nos pedían dedicar algunas horas a la semana a realizar
«acción social», escogiendo de entre una serie de opciones que el colegio
proponía.
Yo llegué tarde a inscribirme, cuando solamente quedaba cupo en el
grupo que iría los viernes al basurero municipal.
Ni el horario ni el lugar
me atraían; pero me inscribí finalmente, con cierta resignación, pues era un
requisito del colegio.
¡Cuántas sorpresas nos esperaban!
Al frente del grupo de ocho jóvenes y un profesor de historia, iba una
religiosa italiana muy entusiasta: Sor Assunta Fantástico.
Ella tenía la gran
ilusión de ayudar a esas personas a salir adelante de su situación, tanto
material como espiritualmente, a través de la educación.
A los jóvenes nos
pedía ayuda para preparar a los niños a la primera comunión. Ella se
encargaría de enseñarles a leer y escribir, y de preparar para el matrimonio
a las parejas en situaciones irregulares.
Fue sumamente hermoso cuando llegó
el día de las bodas y las primeras comuniones. Para sorpresa de todos,
celebró la misa el señor obispo, en una capillita muy pobre construida en
medio de las pilas de basura.
Debo confesar que no me era fácil ir a ese
lugar –el olor nauseabundo, el horario de los viernes por la tarde– pero una
vez ahí, el amor de Sor Assunta mostraba hacia aquellas personas derrumbaba
todos mis sofismas y me sacaba de mi comodidad: «¿No ves la necesidad de
estas personas?», parecía escuchar sólo de verla.
Su ejemplo nos hacía
entender que servir a aquellas personas era servir a Cristo, y que valía la
pena cualquier esfuerzo para sacarles adelante.
Años más tarde, después de
mucho sacrificio y de superar grandes dificultades, Sor Assunta logró su
sueño de edificar, en otra área de la ciudad, un colegio para aquellas
personas, que cuenta hoy con más de 500 alumnos.
«Algún día vas a ser sacerdote»
El siguiente curso, un profesor de
matemáticas mencionó que varios jóvenes se estaban preparando para ir de
misiones en Semana Santa.
Nunca había participado en algo así, pero le pedí
más datos y me anoté. Después de un viaje de cerca de 20 horas desde
Querétaro, seis jóvenes llegamos a nuestro destino: un pueblito en la sierra
mixe de Oaxaca.
El Jueves Santo llegó al pueblo, a pie, un sacerdote salesiano
misionero.
Tendría quizá unos setenta años.
Nos saludó muy efusivamente, nos
ayudó a preparar los cantos de la misa y luego fue a la iglesia del pueblo a
confesar y a celebrar la misa de la Cena del Señor.
Al terminar, partió hacia
otro pueblo para confesar y celebrar otra misa allá. El Sábado Santo volvió
al pueblo donde estábamos, de madrugada, y pasó todo el día con nosotros,
celebró la vigilia pascual y nos llevó con él a otro pueblo para volver a
celebrar.
Me admiraba la entrega de ese sacerdote, que no se detenía ni por
la inclemencia del clima, ni por el cansancio, ni por la dificultad de los
caminos entre las montañas con tal de llevar los sacramentos a los pueblos
que tenía encomendados.
El Viernes Santo, los misioneros organizamos una reflexión
con las personas del pueblo sobre las siete palabras de Cristo en la cruz.
Al
final, dos de los misioneros me dijeron: «Algún día tú vas a ser sacerdote».
Aquellas palabras, junto con el testimonio del sacerdote misionero, quedaron
resonando en mi interior después de las misiones y fueron el detonante para
que comenzara a buscar más seriamente lo que Dios quería de mí.
La iniciativa es de Dios
Pero, ¿por dónde comenzar?
Si de
algo estoy seguro es que, si en mi vocación todo se basara en mi iniciativa,
hoy no estaría aquí.
Al volver a casa, sin que yo hubiera dicho nada, un
amigo me suscribió a la revista «Sendas de entrega», que presentaba los
testimonios vocacionales de varios religiosos y sacerdotes legionarios de
Cristo.
Unos meses más tarde, llegó a mi salón de clases, en la preparatoria
marista, el P. Juan Pedro Oriol para darnos una plática.
Al terminar, fui a
hablar con él y le conté mi inquietud de buscar lo que Dios quería de mí.
En
mi caso, dado que había estudiado con los hermanos maristas por casi doce
años y me atraía su carisma de la educación, me parecía lo más natural que
tal vez Dios me llamara por ese camino.
Me impactó la apertura del padre y su
amor a la Iglesia, pues desde el primer momento me apoyó y me ofreció su
ayuda en todo lo que necesitara.
Gracias a esta ayuda y a la del Hno. José
Antonio Espinoza, fms, director del colegio, quien me iba aconsejando y
orientando con gran caridad y paciencia, comencé ese proceso de
discernimiento.
Visité el postulantado marista, en el estado de Jalisco,
donde también participé en unas misiones de Semana Santa, y más tarde fui a
un retiro al escolasticado marista, en la ciudad de México.
Aunque al final
descubrí que Dios no me llamaba por ese camino, ese año que dediqué a conocer
más a fondo el carisma de los maristas fue sumamente enriquecedor, y sigue
siendo para mí un punto de referencia continua hasta el presente.
No tener miedo de seguir adelante
Terminado el curso, yo tenía
pensado ingresar al postulantado con los hermanos maristas, pero ya casi al
último momento descubrí que no era el camino que Dios quería para mí.
Aún
así, quedaba todavía en mi interior la inquietud de buscar lo que Dios me
pedía: ¿sería acaso ser sacerdote?
Mientras tanto, me inscribí al Tec de
Monterrey, campus Querétaro, para comenzar la carrera de ingeniería mecánica.
En septiembre de ese año recibí una llamada del P. Juan Pedro, invitándome a
una reunión con jóvenes.
Participé con mucho gusto, sobre todo al encontrar a
otros jóvenes que estaban en una situación de búsqueda parecida a la mía.
Un
mes más tarde, el padre me volvió a llamar, esta vez, para invitarme a una
hora eucarística en la ciudad de San Juan del Río.
Ya en el coche, el padre
nos pidió a los dos jóvenes que había invitado, Carlos Proal (hoy también sacerdote
legionario) y un servidor, que preparáramos un pequeño testimonio.
«Testimonio, ¿de qué?», pensé yo.
El padre nos pidió hablar a los jóvenes
sobre la búsqueda vocacional que estábamos haciendo.
No recuerdo lo que dije,
pero en aquella hora eucarística experimenté que Cristo me invitaba a seguir
adelante en esa búsqueda, sin tener miedo de lo que pudiera venir.
Él estaría
siempre ahí.
Un legionario debe ser… otro Cristo
Dos meses más tarde participé en
una convivencia en Monterrey en el noviciado de los legionarios de Cristo.
Después de un largo viaje desde Querétaro, pero muy animado, siendo cerca de
50 jóvenes, llegamos al noviciado casi a medianoche.
Para mi sorpresa, lo
primero que hicimos, guiados por el P. Juan Pedro, fue ir a la capilla a
hacer una visita a Cristo en la Eucaristía.
¡Cuánto se me grabó esa visita!
Cristo era lo más importante para un legionario.
En el escritorio de las
celdas donde nos quedamos había una ficha de papel con unas cuantas líneas
que comenzaban diciendo: «Un legionario debe ser…»
Y a continuación
enumeraban una serie de cualidades, para concluir: «Otro Cristo».
Transcribí
estas líneas en un cuaderno que llevaba y las releí muchas veces en los meses
siguientes.
La caridad y la alegría que encontré en los hermanos novicios
eran una traducción viva de esas frases.
Además, la centralidad de Cristo, la
fidelidad al Papa, el amor a María, la caridad y la alegría que veía en todos
me tocaban profundamente, y me llevaban a pensar que Cristo me pedía que le
siguiera como legionario.
Al volver a casa decidí regresar al programa de
discernimiento vocacional en el verano para ver si era lo que Cristo quería
de mí.
Llevar el amor de Dios a los demás
Durante ese último semestre de
preparación, la cercanía del P. Juan Pedro jugó un papel fundamental.
Prácticamente casi dos semanas teníamos un encuentro los demás jóvenes que
estábamos discerniendo nuestra vocación.
Al terminar, el padre invitaba a
misa o a la hora eucarística con los miembros del Movimiento Regnum
Christi.
Además, comenzamos a participar en otras actividades del
Movimiento, como el encuentro con Cristo y los retiros.
Era sumamente
enriquecedor para mí conocer a otros jóvenes que vivían su fe con tanta
convicción en un ambiente nada fácil.
Gracias a éstas y otras ayudas tan
importantes como la dirección espiritual, Dios me fue haciendo descubrir que
me llamaba a ser legionario.
Entré al programa de discernimiento vocacional
en junio de 1998.
Desde entonces, estos años no han sido sino descubrir cada
vez más el amor y la confianza de Cristo al invitarme a seguirle en esta
vocación sacerdotal legionaria:
«No me habéis elegido vosotros a mí, sino que
yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto,
y que vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16).
Ha habido
dificultades, y seguramente las seguiré encontrando, pero más fuerte aún es
la certeza de que Cristo nunca abandona a quien decide seguir su invitación a
ser instrumento de su amor y misericordia para los demás.
El P. Raúl de Praga
González Sánchez nació en Querétaro, Querétaro (México), el 24 de
agosto de 1979.
Estudió la primaria, secundaria y preparatoria en el
Instituto Queretano, de los hermanos maristas.
Cursó un año de la carrera de
ingeniería mecánica.
Ingresó a la Legión de Cristo en 1998.
Hizo su noviciado
en Cheshire, CT (Estados Unidos), donde también cursó los estudios
humanísticos.
Colaboró durante tres años como profesor de humanidades en el
noviciado de Monterrey.
Es licenciado en filosofía por el Ateneo Pontificio
Regina Apostolorum (Roma), donde actualmente cursa la licencia en teología
espiritual.
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